Hil.
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Tenga
usted una jornada provechosa, dilecto amigo.
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Seb.
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Muy
redicho viene, Don Hilarión. ¿Se debe a algo especial?
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Hil.
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No,
no. A nada. Es que, de vez en cuando, me gusta recordar ciertas formas de
expresión hoy pretéritas, para que no se me olviden del todo.
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Seb.
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¡Ay,
Don Hilarión! ¡Qué tiempos aquellos!
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Hil.
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Y
usted que lo diga. ¿Recuerda cómo se comportaba el público en nuestros
teatros?
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Seb.
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Y
eso, ¿a qué viene?
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Hil.
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Pues
le diré. Viene a que, no hace mucho estuve en una representación y me llamó
la atención un detalle. ¿Se lo cuento?
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Seb.
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Soy
todo pabellones auriculares, u oídos. Lo digo por usar también una forma
antigua.
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Hil.
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También
usted recordando … Se lo cuento. Había terminado la representación y
saludaban los intérpretes. Salen los secundarios … el público aplaude; los
bailarines … el público, aplaude. Los solistas, por orden creciente de
relevancia … y los aplausos, crecientes… Pero, pero cuando salieron los
componentes del coro, se escucharon en el patio de butacas algunas protestas,
incluso uin señor, a mi lado, gritó: “¡Fuera política!”.
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Seb.
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¿Y
eso? ¿Qué había ocurrido?
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Hil.
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Había
ocurrido que al coro le habían hecho intervenir con un vestuario inadecuado
para el criterio de algunos espectadores y representando un papel que nada
tenía que ver con el argumento de la obra.
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Seb.
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¡Ah!
Ya entiendo. El público, o parte de él, no estaba de acuerdo con el
planteamiento ofrecido.
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Hil.
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Eso
es. ¡Y lo pagaba con el coro, que debió ser lo que más le exasperó (o lo que
más claramente entendió).
Y
claro, eso no me pareció justo, porque el coro cantó y actuó muy bien, como siempre.
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Seb.
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Le
comprendo; me da la impresión de que quienes mostraban su desacuerdo no se
dirigían a los coristas…
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Hil.
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Sí,
sí. Eso es. Pero lo expresaron cuando salió a saludar el conjunto.
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Seb.
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Hombre,
desde luego no parece adecuado. Y como dice la doctrina: Al César, lo que es
del César …
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Hil.
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¡Cuánto
me acuerdo de aquellos otros tiempos, cuando se valoraba, uno por uno, a cada
responsable. Se acordará usted de que si el libreto, o la música, no gustaba,
el público ni siquiera quería saber el nombre del escritor o del músico.
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Seb.
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¡Claro
que lo recuerdo! Y, mire usted, creo que no era mala idea. En un Madrid
pequeño, donde casi todo el mundo se conocía, esta práctica limitaba el
fracaso de una persona al de la obra que lo merecía, no al resto de su
trabajo anterior o por venir, ni tampoco a la persona misma.
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Hil.
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Es
verdad. A mí me también me parece correcto. Un hombre puede tener un mal día
y escribir un bodrio, pero no por eso hay que señalarle para los restos.
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Seb.
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También
me acuerdo de los pateos …
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Hil.
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¡Y
quien no! ¡Menudo escándalo! ¿Y qué me dice de los bastonazos? En aquellos
suelos de madera eran como auténtico truenos; se oían en todo el barrio.
Claro
que los aplausos y ovaciones también sonaban lo suyo.
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Seb.
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Éramos
mucho más vehementes. Para lo bueno y para lo malo.
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Hil.
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Cierto,
muy cierto. Tengo la impresión de que ahora, los aplausos son casi de
compromiso. Suben y bajan el telón, cuatro o cinco veces, y … cada uno a su
casa. ¿Se acuerda usted cómo sacábamos
a hombros a algunos compositores?
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Seb.
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Hoy
eso es impensable. Hoy los espectadores de la zarzuela están, estamos, más
para que nos lleven que para llevar.
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Hil.
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Yo
desde luego no valgo ya para llevar a nadie… Como mucho, le pagaría un taxi…
En
fin … otros tiempos. Pero, volvamos al meollo de la cuestión. ¿No cree usted,
querido amigo, que el público debería ser mas claro con sus aplausos? Si le
gusta lo que ha visto, que aplauda, pero si no le satisface, o se siente
molesto, ofendido o incómodo, que calle. Creo que el silencio es la más grave
muestra de desaprobación que el
público puede dar.
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Seb.
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Desde
luego. Salir a un escenario y escuchar
el silencio … debe ser durísimo.
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Hil.
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Mucho
más que escuchar gritos, voces, silbidos o, incluso, insultos, porque hay
casos en lo que se busca es la provocación.
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Seb.
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Y
cuando consiguen la reacción violenta, consideran que han ganado.
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Hil.
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Y
con poco o ningún riesgo.
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Seb.
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Si,
claro, porque cuanto sienten que corren peligro, corren, huyen cobardemente.
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Hil.
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¡Qué
me va usted a decir! Me han contado que un conocido director de escena montó
una ópera muy famosa en un teatro de campanillas, tan ofensiva que no se
atrevió a salir a saludar en casi ninguna de las representaciones.
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Seb.
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¿Y
eso?
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Hil.
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Tenía
otros compromisos profesionales. Eso dijeron.
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