SEB. ¿Cómo está usted, Don Hilarión?
HIL. Si se refiere usted a la salud, bien; si a mi
entorno familiar, también bien; si se refiere usted a las morenas o a las
rubias, regular, nada más que regular. Pero si es a las cosas de la zarzuela,
mal,
molesto, indignado.
SEB.
¿Y eso? ¿Por qué?
HIL. Mire usted, querido amigo. A la zarzuela, lo
mismo que a un concierto instrumental, hay que ir con un respeto superlativo a
la música y al resto de espectadores. Esta actitud supone cumplir ciertas
normas elementales. Le cito alguna aunque me consta que ya las conoce: No
canturrear la romanza que nos sabemos, no señalar al acompañante detalles que
ve cualquiera de los espectadores, no roncar, no quitarse los zapatos, no hacer
ruido con los envoltorios de los caramelos, apagar los teléfonos móviles y no
usarlos como linternas para ver la hora que es … En fin, usted ya sabe…
SEB.
¡Por Dios, Don Hilarión! No se
excite, que lo mismo tiene que ir a la botica a por un tranquilizante. Yo creo
que la gente se comporta en la zarzuela con bastante respeto.
HIL. En general sí, es cierto, pero ya
he visto algunos detalles que han encendido mis alarmas. Y malo, porque las
cosas empiezan por lo poco y luego no hay quien las pare.
SEB.
Bueno, bueno. Y ¿cuál es el peligro que vislumbra usted?
HIL. Se lo diré.
Yo he sido testigo en una ocasión de cómo un señor, sacaba un bocadillo
envuelto en papel de aluminio, y se lo comía tranquilamente en el patio de
butacas.
SEB. ¡No!
HIL. ¡Sí!
SEB.
¿No lo puedo creer!
HIL. ¡Pues créalo usted!
SEB.
Pero …
HIL. ¡Ni pero ni manzana! Se comió el
bocadillo … pero no tomó postre.
SEB.
¡Menos mal!
HIL. Me quedé patidifuso, estupefacto,
atónito…
SEB.
Vamos, como ojiplático o estroboscópico.
HIL. Quiere usted decir estrábico.
SEB.
Eso. ¿Ha vuelto usted a ver algo igual?
HIL. Igual, igual, lo que se dice igual,
no. Pero … Escuche: Hace un par de días
vi en la Zarzuela a dos o tres personas con botellitas de agua. Ya sabe usted
que eso se ha puesto de moda. ¡Ahora todo el mundo va con la dichosa botellita!
En el metro, por la calle, en las tiendas, en bibliotecas… Es como una especie
de locura social colectiva.
SEB.
Bueno, bueno, Don Hilarión. Eso de beber es bueno. Usted, como
boticario, debería saberlo.
HIL. No, si no
digo que beber no sea aconsejable, pero estar en un teatro, disfrutando de un
buen espectáculo y tener a un tío al lado que no deja de dar pequeños sorbitos
a una botellita cada dos por tres … ¡Me desconcentra! ¡Y no digo que me
encocora, porque me parece cursi!
SEB. Lo comprendo. Créame, Don Hilarión, lo
entiendo.
HIL. ¡Imagínese! ¿Y si de tanto beber,
al tío en cuestión se le llena la vejiga y tiene la necesidad perentoria de
miccionar? ¡Menudo lío! ¡La función
interrumpida! ¡ Todo el teatro alborotado mientras el sujeto, levantando a
media fila de espectadores, se dirige, encogido y presuroso al mingitorio?
Y, dígame, Don Sebastián, después del
agüita, ¿qué vendrá? ¿La petaca de licor?
SEB.
¡Quién sabe? ¡Quizá las palomitas … o las patatas fritas! Por cierto, ¿se
acuerda usted de aquellos avisos que había en los bares que decía: ¿Se prohíbe cantar
y bailar!
HIL. Claro que me acuerdo.
SEB. Pues lo mismo hay que sugerirle a
la Zarzuela que ponga uno o varios carteles diciendo: ¡Se prohíbe comer y
beber!
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