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martes, 3 de julio de 2012

ADIÓS A UN AMIGO



En recuerdo de Carlos M. Fernández-Shaw.

Sebas,
¿De dónde viene usted?, don Hilarión. Le veo triste y cabizbajo- ¿Está usted enfermo? ¿Le ocurre algo?.

Hil,
Nada importante; sólo estoy un poco apagado.

Sebas.
¿Y no tiene usted en su botica remedios  para animarse?

Hil.
No piense usted que la botica es una tienda de milagros como creen tantos. Para males como este no hay píldoras, jarabes ni emplastos.  Sólo existen un par de remedios que todo el mundo conoce y puede aplicar: el tiempo y el apoyo de quienes te rodean.

Aunque, eso sí, estas medicinas, como todas, hay que administrarlas con tino; ni puede adelantarse el primero, ni atiborrarle a uno con el segundo.

Sebas.
¡Qué misterioso! ¡Qué trascendente! Pero, dígame, ¿de donde viene? ¿Qué le ocurre.

Hil.
Vengo de ejercer un deber cívico, de cumplir con una obligación cristiana, de hacer con un hombre lo que espero que otros hagan conmigo. Vengo del tanatorio. De dar el último adiós a un amigo.

Sebas.
Ahora lo entiendo. Triste obligación, desde luego. Y, dígame, ¿era muy amigo?

Hil.
Si por amigo entiende usted una persona a la que se respeta y se quiere, aunque no se esté a diario a su lado; si amigo es quien se muestra educado, cariñoso y amable siempre, quien le apoya y le ayuda con discreción sin buscar recompensas o premios, quien alienta sus triunfos y mitiga sus fracasos, sí lo era.

Si por amigo entiende usted el compañero de aventuras,  juergas y francachelas … no era el caso.

Sebas.
¿Y de qué ha muerto?

Hil.
De una enfermedad tonta, silenciosa y traicionera, que se oculta y no muestra signos externos, pero que va, poco a poco, implacable, minando el cuerpo.

Sebas.
¿Ha sufrido?

Hil.
Creo que no mucho. Aunque estaba delicado, en realidad se ha ido en dos o tres días. Sin dolor, sin angustia. Rodeado de quienes de verdad le querían. Sereno.

Sebas.
Pues, ¡qué quiere que le diga! Que lo siento mucho porque una muerte es una muerte y aunque no haya dolor siempre encoge el corazón, y lo estruja como una esponja para arrancarle unas gotas de sangre que nunca recuperaremos.

Hil.
Muchas gracias, don Sebastián. En momentos como  este, cuanto corren por el cerebro cientos de imágenes y recuerdos, puñados de preguntas para las que no hay respuestas, cientos de ideas sensatas o extrañas, se agradecen los abrazos silenciosos y espontáneos, las miradas profundas a los ojos, y hasta las manidas fórmulas de cortesía.

Sebas.
Tiene usted razón.

Hil.
Y cuando, en medio de tanta gente, tiene uno un momento de soledad, se queda mirando al muerto rodeado de flores, inmóvil, con la cara encerada y las manos cruzadas sobre el pecho. Y uno se pregunta: ¿pasará algo por esa cabeza? ¿Sabrá  quien le mira desde el oro lado del cristal? ¿Dónde están sus recuerdos, sus sentimientos, sus ideas, sus vivencias, sus sensaciones …? ¿Se han borrado de un plumazo, para siempre, … o irán desapareciendo poco a poco, al no existir mente que las evoque?

Sebas.
Está usted muy filosófico, don Hilarión. ¿Quiere que mande que le preparen una tisana?

Hil.
No se preocupe. Se lo agradezco. Perdóneme, pero he perdido a un amigo. Déjeme que le diga una última cosa.

Mire usted, don Sebastián. A pesar de ser medio del gremio, yo no sé si cuando un médico ve el corazón de un muerto, puede encontrar en él las huellas del dolor y del sufrimiento. Si es así, creo que en el de mi amigo debía haber algún  surco muy profundo.

Sebas.
Seguramente. Como en el de todos nosotros. ¿Quién no ha sufrido en su vida la pérdida de un ser querido, un importante fracaso profesional, la deslealtad de un amigo, un desamor …?

Hil.
Sí, sí. claro. Estoy de acuerdo. Pero tengo la impresión de que las huellas del corazón son más indelebles cuanto más bondadoso y delicado es quien las sufre. Y mi amigo era una buena persona.

Sebas.
Y, ¿cómo se llamaba?

Hil.
Carlos, Carlos Manuel más exactamente. Aunque para mí siempre era don Carlos.


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