Obediencia debida.
“Verano de 1950. Mi padre, Ataúlfo
Argenta, dirigía en el Teatro Arriaga de Bilbao la zarzuela Agua, azucarillos y aguardiente. Hacía
falta un niño para la escena de las niñeras y los sorches, y mi padre, ni corto
ni perezoso, pensó en mí. Yo tenía cinco
años y quedaría muy bien en aquel brillante papel que, según me explicaron
pacientemente una docena de veces, consistía en dar un estentóreo “¡Yo quie’o
mear! cuando la que hacía de niñera me preguntara: “¿ tú qué quieres?”.
Cuando llegó el
momento, mi madre me volvió a dar las instrucciones de mi parlamento y me
empujó hacia el escenario. Allí me vi, con pánico, envuelto en fuertes luces,
con un montón de niñeras y sorches del siglo pasado dando vueltas y cantando a
mi alrededor mientras la orquesta que mi padre dirigía desde el foso sonaba a
tope. Por fin la pregunta salió perfectamente audible de la garganta de la
niñera. No lo dudé ni un instante. Con
todas las fuerzas de que era capaz, solté un “¡Yo quie’o ...”. No pude terminar
porque –lo que eran ciertas censuras- la mano de la niñera me tapó la boca.
Ante aquella actitud inesperada, mi reacción fue fulminante. A mí me habían
ordenado mi madre gritar: “¡Yo quie’o mear!” y yo no la podía defraudar. A
pesar de que la acción y la música continuaban, lleno de rabia, hinché mis
pulmones y con desesperación, grité: “¡Que yo quie’o mear! ¡Que yo quie’o
mear!. La orquesta se paró y, entre el jolgorio general, miré confuso y
aterrado a mi padre, que se retorcía de risa en su lugar de director. Ése fue
mi primer contacto directo con la zarzuela”. (Fernando Argenta, crítico musical
español).
No se puede ir
contra la naturaleza. Y quienes se dedican al comprometido trabajo de censurar
debieran saberlo. Es mucho más fácil convencer a un niño de que diga, por
ejemplo; “me gustaría poder desplazarme al excusado”, o incluso el cursi,
“quiero hacer pipí”, que ponerle trabas a necesidades fisiológicas como esa.
Porque, digo yo, si al muchacho no le iban a dejar “debutar”, ¿para qué
entrenarlo?
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