El compositor toledano Jacinto Guerrero |
yo de 1950 se celebraba en Madrid la Fiesta de la Flor una cuestación a
beneficio del Patronato de la Lucha Antituberculosa. La Sociedad de Autores, cuyo
presidente era Jacinto Guerrero, había colocado una mesa. Nadie se acercaba a
depositar su aportación, quizá porque era muy temprano. Guerrero, que era
hombre hiperactivo, no podía ver que la gente pasara sin acercarse a la mesa.
Tomó un puñado de insignias y empezó a dar gritos: “Vengan... pasen... señoras
y señores... las señoras especialmente... No es necesario dejarse aquí ni cinco
duros, ni cuatro duros, ni dos duros, ni tres pesetas. ¡Por la módica cantidad
de treinta céntimos en calderilla pueden ustedes quedar como las propias rosas!
¡Insignias de la Fiesta
de la Flor a
treinta céntimos! ¡Nadie se las dará más baratas! Estas otras más pequeñas, a
quince... A las de Toledo les hago un precio. ¡Dos un real!.”
Diez minutos más
tarde el corro que se había hecho alrededor de nuestra mesa [la historia la
cuenta Josefina Carabias]
interrumpía la circulación. El mismo Maestro prendía las insignias en el pecho
de cuantos se acercaba, y había una cola tremenda. Hubo que pedir en un café de
enfrente bandejas y cacharros para canalizar aquel río de calderilla. Las
señoras que presidían una mesa próxima, que estaba tan desanimada como lo
estuvo la nuestra un rato antes, mandaron un recadito diciendo: “Puesto que
todos pedimos para el mismo fin, hagan el favor de prestarnos al Maestro
Guerrero, aunque no sea más que media horita. Le regalaremos un puro”.
Esto de prestarse a los músicos no es tan infrecuente como
pueda parecer. De alguna manera, es lo que hacían algunos de los grandes
señores de antaño y lo que, a veces, hacen hoy los promotores y agentes de
conciertos. Pero en casos como este no importa, al menos al bueno de Jacinto
seguro que no le hubiera importado nada.
No se le caían los anillos por tratar de hacer el bien a los demás.
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