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lunes, 8 de octubre de 2012

EL AMOR FRIO



¡Ay amor! (El amor brujo. La vida breve). Teatro de la Zarzuela, 3-10-2012.

Bajo el título de ¡Ay, amor! el fallecido escenógrafo Herbert Wernicke (1946-2002), montó un espectáculo para el Teatro de la Moneda, de Bruselas, que une dos obras de Falla: El amor brujo (versión primera, de 1915, texto de Gregorio Martínez Sierra), quizá la más popular del músico gaditano y La vida breve (libro de Carlos Fernández Shaw), conocida más por su nombre que por las veces que se ha podido ver representada. La trama argumental historia de ambas es lo suficientemente como para no repetirla aquí, aunque sí queremos decir que sigue teniendo carácter de desagravio la reposición de la ópera.


El planteamiento de Wernicke, que no se había visto en España, ha dejado frío al espectador del Teatro de la Zarzuela; bien es verdad, por otra parte, que salvo la “danza del fuego”, la música de esta ora no es la que habitualmente espera la clientela de este teatro. Wernicke plantea una escenografía desnuda a base de una plataforma peligrosamente inclinada (se dice que ha provocado alguna caída) , que nada aporta a las historias que sobre ella se muestran. Además, la aparición de figuras tópicas, asociadas a nuestro país, desvía la atención del espectador sobre lo que es la esencia del argumento representado. Ni la figura estática del torero o del guitarrista, ni el desfile procesional (que más recuerda a la austera Castilla que a la colorista Andalucía), ni el entierro del torero, vienen a cuento a nuestro juicio.

El rol de Candelas se ha desdoblado. La parte bailable estuvo a cargo de Natalia Ferrándiz, responsable también de la coreografía, bastante uniforme a lo largo de sus intervenciones. Esperanza Fernández fue la cantaora. Dio fuerza y carácter al personaje, especialmente en el episodio del conjuro; tiene una voz adecuada para dar vida a la gitana protagonista aunque tuvo que ser auxiliada por la megafonía. Este tema puede ser discutible, pero la presencia de un micrófono de pie en medio de la escena no es lo que uno espera ver en la Zarzuela.

La vida breve también se representó sobre la misma plataforma inclinada, a la que se había añadido una gran farola como único elemento decorativo. Ha desaparecido cualquier referencia visual a la localización de los distintos cuadros (corral de una casa gitana del Albaicín, calle corta de Granada, Patio de la casa de Carmela y Manuel, lleno de flores “del mayor carácter andaluz posible”; pide el libreto). Estos cambios de referencias ajenas al texto, que no siempre se entiende, quitan vida a la obra. No estamos seguros de que el público que no lo supiera de antemano haya advertido la diferencia fundamental entre las dos obras: en El amor brujo triunfa el amor por encima de los poderos ocultos de la brujería; en La vida breve el amor lleva a la muerte a quien lo padece, y quizá hasta muera con ella.

La música de la ópera, tan distinta de la que el público de la Zarzuela tiene por costumbre escuchar, no caló en el auditorio. En contra de lo  habitual, ninguna intervención fue aplaudida (salvo la espectacular “Danza” que es superconocida). Con esto de aplaudir tras una romanza o un dúo, se puede estar de acuerdo o no, pero no cabe duda que es una reacción del público en la que se puede medir el impacto de la música que acaba de sonar.

Los interpretes cumplieron su cometido aunque quizá fueron víctima del ambiente general. María Rodríguez fue una Salud expresiva y con fuerza dramática; José Ferrero dio vida al Paco presumido y cruel, y Milagros Martín fue la Abuela, hundida por el sufrimiento que expresó arrastrándose por la escena casi durante toda  la representación. El coro, casi siempre fuera de escena, estuvo a la altura de su rendimiento habitual. Los guitarristas de las danzas instrumentales, amplificados, y la orquesta a las órdenes de Juanjo Mena demasiado fuerte. Por otro lado, el director estuvo muy pendiente de foso y escena y consiguió la coordinación adecuada.

La vida breve vista y oída concluye con un la Nana de Sevilla, una de las Canciones populares de García Lorca, una música magnífica trasladada a la escena por Esperanza Fernández con intensidad dramática, pero nos parece innecesario. Además de lo discutible que resulta cantar una “nana” a un cadáver, el final escrito por Falla es suficiente; tiene toda la carga trágica que requiere la escena y deja el espíritu del espectador en un puño durante un instante. Durante ese instante en que todo el teatro está en silencio, tragando saliva y aguantando la emoción; esos segundos infinitos que, en esta noche, alguien rompió con un apresurado aplauso y un bravo. ¡Qué lástima!

Vidal Hernando.

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