¡Ay amor! (El amor
brujo. La vida breve). Teatro de la
Zarzuela, 3-10-2012.
Bajo el título de ¡Ay,
amor! el fallecido escenógrafo Herbert Wernicke (1946-2002), montó un
espectáculo para el Teatro de la
Moneda, de Bruselas, que une dos obras de Falla: El amor brujo (versión primera, de 1915,
texto de Gregorio Martínez Sierra), quizá la más popular del músico gaditano y La vida breve (libro de Carlos Fernández
Shaw), conocida más por su nombre que por las veces que se ha podido ver
representada. La trama argumental historia de ambas es lo suficientemente como
para no repetirla aquí, aunque sí queremos decir que sigue teniendo carácter de
desagravio la reposición de la ópera.
El planteamiento de Wernicke, que no se había visto en
España, ha dejado frío al espectador del Teatro de la Zarzuela; bien es verdad,
por otra parte, que salvo la “danza del fuego”, la música de esta ora no es la
que habitualmente espera la clientela de este teatro. Wernicke plantea una
escenografía desnuda a base de una plataforma peligrosamente inclinada (se dice
que ha provocado alguna caída) , que nada aporta a las historias que sobre ella
se muestran. Además, la aparición de figuras tópicas, asociadas a nuestro país,
desvía la atención del espectador sobre lo que es la esencia del argumento
representado. Ni la figura estática del torero o del guitarrista, ni el desfile
procesional (que más recuerda a la austera Castilla que a la colorista
Andalucía), ni el entierro del torero, vienen a cuento a nuestro juicio.
El rol de Candelas se ha desdoblado. La parte bailable
estuvo a cargo de Natalia Ferrándiz, responsable también de la coreografía,
bastante uniforme a lo largo de sus intervenciones. Esperanza Fernández fue la
cantaora. Dio fuerza y carácter al personaje, especialmente en el episodio del
conjuro; tiene una voz adecuada para dar vida a la gitana protagonista aunque
tuvo que ser auxiliada por la megafonía. Este tema puede ser discutible, pero
la presencia de un micrófono de pie en medio de la escena no es lo que uno
espera ver en la Zarzuela.
La vida breve también
se representó sobre la misma plataforma inclinada, a la que se había añadido
una gran farola como único elemento decorativo. Ha desaparecido cualquier
referencia visual a la localización de los distintos cuadros (corral de una
casa gitana del Albaicín, calle corta de Granada, Patio de la casa de Carmela y
Manuel, lleno de flores “del mayor carácter andaluz posible”; pide el libreto).
Estos cambios de referencias ajenas al texto, que no siempre se entiende, quitan
vida a la obra. No estamos seguros de que el público que no lo supiera de
antemano haya advertido la diferencia fundamental entre las dos obras: en El amor brujo triunfa el amor por encima
de los poderos ocultos de la brujería; en La
vida breve el amor lleva a la muerte a quien lo padece, y quizá hasta muera
con ella.
La música de la ópera, tan distinta de la que el público de la Zarzuela tiene por
costumbre escuchar, no caló en el auditorio. En contra de lo habitual, ninguna intervención fue aplaudida
(salvo la espectacular “Danza” que es superconocida). Con esto de aplaudir tras
una romanza o un dúo, se puede estar de acuerdo o no, pero no cabe duda que es
una reacción del público en la que se puede medir el impacto de la música que
acaba de sonar.
Los interpretes cumplieron su cometido aunque quizá fueron
víctima del ambiente general. María Rodríguez fue una Salud expresiva y con
fuerza dramática; José Ferrero dio vida al Paco presumido y cruel, y Milagros
Martín fue la Abuela,
hundida por el sufrimiento que expresó arrastrándose por la escena casi durante
toda la representación. El coro, casi
siempre fuera de escena, estuvo a la altura de su rendimiento habitual. Los
guitarristas de las danzas instrumentales, amplificados, y la orquesta a las órdenes
de Juanjo Mena demasiado fuerte. Por otro lado, el director estuvo muy
pendiente de foso y escena y consiguió la coordinación adecuada.
La vida breve vista
y oída concluye con un la Nana de Sevilla, una de las Canciones populares de García Lorca, una
música magnífica trasladada a la escena por Esperanza Fernández con intensidad
dramática, pero nos parece innecesario. Además de lo discutible que resulta
cantar una “nana” a un cadáver, el final escrito por Falla es suficiente; tiene
toda la carga trágica que requiere la escena y deja el espíritu del espectador
en un puño durante un instante. Durante ese instante en que todo el teatro está
en silencio, tragando saliva y aguantando la emoción; esos segundos infinitos
que, en esta noche, alguien rompió con un apresurado aplauso y un bravo. ¡Qué
lástima!
Vidal Hernando.
Vidal Hernando.
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