Hil.
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Buenos días tenga usted, don
Hilarión.
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Seb.
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Buenos días, nos dé Dios. ¿Qué
tal?
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Hil,
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Estupendamente. Sin no me
considera usted un presumido, le diré que me encuentro como un muchacho. ¿Y
usted?
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Seb.
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No tan joven y optimista, pero
bien. Ya ve que no tengo necesidad de aparecer por su botica.
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Hil.
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Eso es buena señal, sí señor.
Aunque puede usted ir cuando guste de visita. ¿Y la zarzuela, cómo la
llevamos?
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Seb.
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Muy bien. Verá usted. Ayer he
tenido una experiencia zarzuelera muy interesante. Estuve escuchando algunas
romanzas y un par de dúos en un lugar desacostumbrado. Casi diría que exótico
para esto de la zarzuela.
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Hil.
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¿Dónde?, si puede saberse.
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Seb.
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En el mercado que hay cerca de
casa.
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Hil.
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¿En el mercado, dice usted?
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Seb.
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Sí, sí, querido amigo, en el
mercado. No me sorprende que le sorprenda.
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Hil.
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O sea, que estaba usted allí.
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Seb.
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Claro. No es que vaya todos los
días, pero alguna vez mi santa esposa me envía a comprar algo que se le ha
olvidado.
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Hil.
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No me lo imagino en un lugar
como ese.
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Seb.
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¡Ah, don Hilarión! Como usted es un
señor de posibles, con fámulos y criadas, no tiene necesidad de ir al
mercado. Esta tarea se la dan hecha.
Pero los sencillos comerciantes…
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Hil.
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No derrame usted delante de mi,
sus lágrimas de cocodrilo, que me consta que no le va a usted tan mal.
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Seb.
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¡Ay, amigo! Si usted supiera
las cornás que da la crisis.
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Hil.
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¡La crisis! ¡La crisis! ¡Todo
el mundo con la misma cantinela!.
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Seb.
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Claro, a su botica le afecta
poco; la gente sigue enfermando, cogiendo catarros fiebres y dolores. Es más,
esto de la crisis –me ha dicho un vecino que entiende– está haciendo que
muchas personas enfermen de los nervios. Y, ya se sabe, cuanto más calenturas
en el barrio, más engorda la bolsa del boticario.
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Hil.
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Bueno, bueno. Dejemos ese tema.
Y hablemos de la zarzuela en el mercado.
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Seb.
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Verá usted. El mercado cercano
a casa es una plaza de abastos tradicional, con sus puestos de frutas,
carnes, pescados, ultramarinos, especias … y dos o tres pequeños bares donde
se puede tomar un tentempié mientras se despeja la cola de la carnicería o se
ultima algún negocio.
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Hil.
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Ya, ya me imagino.
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Seb.
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Perdone, don Hilarión. No se lo
imagina. Este mercado es algo especial. Está siempre superlimpio, no tiene
olores, la mercancía es de primera y da gusto verla. No le diré más que la
fruta parece que la hubieran colocado los escaparatistas de una tienda de
moda.
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Hil.
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¡Qué barbaridad! ¡Qué manera de
hacer publicidad! ¿No llevará usted comisión?
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Seb.
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Desde luego que no. Es lo que
hay. Dese una vuelta por allí y véalo con sus propios ojos. Y si le da
vergüenza que alguien le vea, disfrácese, pero vaya.
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Hil.
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Bueno, bueno. Lo pensaré; quizá
le haga caso.
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Seb.
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El mercado tiene, en el centro,
una pequeña placita que usan `para atraer clientela y llamar su atención:
demostraciones culinarias, publicidad de productos, campañas solidarias para
ayudar a los necesitados del barrio … Y de vez en cuando, llevan a algún
artista que canta o baila: villancicos en las Navidades, jotas en las fiestas
del Pilar, polcas, chotis y mazurcas en las de Madrid. Y otras veces,
zarzuela.
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Hil.
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Pero lo de la zarzuela será
raro. Uno o dos cantantes, con su elegante vestuario de concierto y un piano,
resultará extraño.
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Seb.
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Claro. Ahí está la gracia. Hay
un pianista, pero los cantantes no van vestidos de cantante, sino de
vendedores o de clientes. Mire usted.
Imnagine que está comprando
fruta. A su lado, una guapísima criada, de esas a las que uno propondría
establecerse por su cuenta, con su delantal y su cofia, espera su turno
mirando atentamente los precios. De repente, suena una música, la criada deja
la cesta, gira en redondo, se dirige
al centro del escenario y empieza a cantar el número de la Menegilda, que todo el
mundo conoce. Y usted se queda con la boca abierta, como atontado, y
perdóneme la manera de señalar.
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Hil.
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¡Qué me dice usted! ¡La criada
….!
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Seb.
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¡Como que hay Dios! Y esto no
ha hecho más que empezar. La gente se arremolina.
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Hil.
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Y abandona los puestos. ¡Vaya
negocio!
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Seb.
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No se preocupe. Cuando acabe el
concierto volverán a comprar, mucho más alegres y contentos. Y, dicen los
americanos, que todo lo estudian, que cuando el personal está contento se le
aflojan más fácilmente las carteras.
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Hil.
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No estoy yo tan seguro.
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Seb.
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Claro. Le entiendo, porque a su
botica nadie va contento: el que no renquea, bizquea o tienen enfermedades
secretas que no dan alegría, aunque se pillaran en un momento de juerga.
Pero déjeme que siga.
Como la chacha está de muy buen
ver y además canta como los ángeles, rápidamente sale un mozo con intenciones
de quitarla de trabajar. Es un pescadero, que no es pescadero, sino un
barítono con presencia y una voz poderosa y timbrada.
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Hil.
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Y la gente, ¿escucha?
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Seb.
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Claro. No es la Zarzuela, pero el
personal abarrota la plaza, escucha, lleva el ritmo con los pies y aplaude
con ganas.
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Hil.
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¿La cosa es así, como usted me
la cuenta?
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Seb.
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Naturalmente. Mire usted, ayer
tenía detrás de mí un señor, ni muy joven ni muy maduro, con un gorrito
blanco como el típico de los panaderos. Pero, ¡ay, amigo! no le pida usted un
chusco o una libreta, porque en esto suena el piano, le aparta a usted
suavemente, se abre paso, y se planta en medio de la plaza. ¡Es el tenor!
¡Dispuesto a disputarle la criadita al barítono! ¡Hasta yo se la hubiera
disputado si no hubiera tenido que hacerle el encargo a mi esposa!
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Hil
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¿Y dura mucho la cosa?
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Seb.
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Una media hora, más o menos. El
final, me han dicho, es siempre el mismo. Los cantantes toman sendas copas y
empiezan el “Brindis” de Marina, invitando
a la gente a unirse a ellos. Dos o tres guapas azafatas, salidas de no se
sabe dónde, van dando al público unos vasitos de zumo (no está la cosa para
champán francés) para que brinden con los cantantes. Es algo espectacular.
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Hil.
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Tal y como me lo cuenta, tendré
que darme una vuelta por ese mercado.
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Seb.
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Hágalo. Y además de pasar un
buen rato y de escuchar buena música, podrá usted echar un vistazo a la
gente. Es otro espectáculo.
Mire. Allí, en la plazita,
escuchando romanzas y dúos, está la chacha de los García, con su uniforme
impoluto y su cofia almidonada; a su lado, la Señora de López que va
personalmente a la compra, porque no se fía de las criadas, todo el mundo lo
sabe. Allí enfrente, una dama llena de abalorios con aires de marquesa: es la Señora de Gómez; siempre
compra una miseria y en todos los puestos se saben ya su cantinela: “es que
en casa estamos a régimen”. Sí, sí, a régimen ¡de separación de bienes!
porque el marido no le da un duro. Un poco más allá, una señora estirada, con
la cara muy seria; es la desconfiada, todos los vendedores la conocen: este
pescado, ¿estará fresco? ¡Naturalmente señora! Lo han traído por el puerto de
Somosierra, que hace un frío que pela. En fin, un mundo.
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Nos encanta que este tipo de iniciativas gusten tanto entre clientes y visitantes porque las organizamos con mucho cariño e ilusión. Muchas gracias por estas palabras, nos han encantado!!
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