Filosofías de barbero.
¿Quién decide que una palabra es
malsonante? ¿Es socialmente reprobable consultarlo, o sólo está reservado a
investigadores o estudiosos? ¿Puede una palabra salir de esta lista o su
inclusión es eterna?
El estudio de los tacos de
nuestro idioma puede ser muy interesante, si lo planteamos con la seriedad de
un sociólogo y la metodología de un científico, lejos de la mojigatería de una
corrección social que no siempre practicamos. Su análisis puede plantarse desde
distintos puntos de vista: ¿conoce usted algún taco unisílabo? ¿Se ha dado
cuenta de cómo aumenta su violencia cuando se le añaden adjetivos en grado
superlativo?
Interesante … quizá inútil, pero
interesante, o al menos entretenido.
Curiosamente, además, alguna de estas palabras presenta una
variada pluralidad de significados dependiendo de cómo se use desde el punto de
vista sonoro. Si de una persona decimos que es “un cabrón”, la intención
ofensiva nos lleva a calificar el término de malsonante, por imperativo social.
Si, por el contrario, la
empleamos con intenciones admirativa –¡Qué cabrón, cómo toca el piano!– gracias
a una ligera variación en el sonido dado a la palabra, ¿seguiremos
calificándola de malsonante?
El término, incluso, puede tener
un sentido neutro cuando se una, aunque no sea más frecuente, a modo de saludo.
“¡Qué hay, so cabrón!”.
Si buscamos palabras de similar
sonido, podemos encontrar varias: simón, cartón, ratón… Y muchísimas más a las
que nadie calificaría de malsonantes. Sin embargo, existen otras que, sin
llegar a alcanzar el grado superior de malsonancia que tiene “cabrón”, si están
en niveles altos de la escala cuando se emplean con intenciones molestas u
ofensivas: sobón, melón, huevón, mamón… ¿Dónde está la diferencia de sonido?
Incluso la malsonancia deja de
ser ofensa para transformarse en elogio si alguien dice de usted que está
“cañón”, o envidia, si se comenta que dispone en el banco de un “pastón”
A mi, desde la atalaya de mi
barbería, me parece incluso que como sonido, algunos tacos suenan bien o por lo
menos su sonido contribuye a potenciar la intención ofensiva de su significado
(¿No es insultar lo que se pretende, por qué malsonante?) Cuando a alguien le
decimos “cabrón”, marcando con intensidad la fuerza sonora de la última sílaba,
no sólo estamos señalándolo, sino que nos gustaría, figuradamente, meterle el
dedo en el ojo. Nada les digo si añadimos un “grandísimo”, forzando y alargando
la sílaba tónica. Equivale a retorcer el dedo en la cuenca ocular del destinatario.
Reconozco que esta palabra, y otras muchas, van a permanecer mucho tiempo
en la cárcel de las malsonantes, pero no por su culpa, sino por la nuestra. Las
palabras no suenan mal, ni bien; somos nosotros quienes las convertimos en
sonido al pronunciarlas. Y es en nuestras intenciones donde va la malsonancia.
Una palabra inexistente pero que
todo el mundo metería en esa cárcel: recontramaricojoñeta.
¡Ah! Me han dicho que algunas
mujeres disfrutan especialmente si su hombre las insulta en los momentos del
fornicio. De esto no puedo opinar seriamente porque, ya saben quienes me
conocen que mi vida se limita al teatro y a la barbería. En otros experimentos
no me meto.
Lamparilla
(Todo esto es
consecuencia de que no sólo de zarzuelerías vive el hombre).
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