“Siendo Amadeo Vives apenas incipiente compositor, frecuentaba un
pequeño convento de monjas en el que tocaba el armonio durante la misa. Cierto
día una de las hermanas le dijo: “No se si se ha fijado usted en que llevamos
ya muchos domingos cantando en el rosario las mismas seis Ave Marías. No
sabemos más que seis diferentes, mientras que en el convento tal cantan hasta
diez o doce, y en tal otro pasan de veinte. Puesto que todas las que cantamos
nosotras están compuestas por usted, ¿por qué no nos escribe más?”. “Hermana –contestó-
tráigame papel de música y un lápiz, que ahora mismo, sobre esta mesa,
escribiré otra Ave María, y ésta solamente ustedes la podrán cantar”. La monja
salió muy contenta de la habitación, volviendo al poco rato con un papel de
música, un tintero y un plato de dulces. Esta escena se repitió tantos domingos
que fue posible al cantar un rosario, variar las cincuenta Ave Marías. Durante
muchas semanas, después de la misa del domingo, al tomar el chocolate, entraba
la hermana con un plato en la mano, me miraba y me sonreía con cierta malicia y
decía luego: “Maestro, un dulce por un Ave María”, “Sea”, decía yo; y me ponía
a escribir”.
Dicen que al hombre se le conquista por el estómago. Y aunque queramos pensar que al acceder Vives a la petición de las monjas, tenía intereses menos inmediatos que un plato de dulces, no hay que desdeñar una cierta intención de cobrar en especies su trabajo. Los dulces de las monjas han tenido siempre muy buena fama. Y las ocasiones hay que aprovecharlas.
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