Filosofías de barbero.
Que nadie se rasgue las
vestiduras por lo que voy a dejar escrito para los siglos de los siglos: aunque
todo el mundo sabe mi origen zarzuelero, del que no reniego ni mucho menos, me
gusta la película de superman, no sólo porque resulta entretenida y
espectacular sino porque, en el fondo, me gustaría parecerme a ese personaje.
Tengo la impresión de que no soy el único.
Hay que imaginarse la idea: un
joven tímido, trabajador, enamorado de una que no le mira sino de reojo y que
se la pega con su otra personalidad, sin un futuro brillante. El muchacho se
llama Clark Kent, que en inglés debe ser algo así como Carlos García o Paco
Sánchez, un nombre de lo más corriente. Sin embargo, esconde un gran secreto,
sus increíbles poderes: velocidad, fuerza, habilidad, rayos x en los ojos,
control del viento y del hielo a través de su boca, superoído … ¿Se imagina
usted lo que podría hacer si tuviera un superoído? ¡Casi nada! ¡Poder escuchar
lo que se cuece en las alturas desde lo más castizo de los barrios bajos! ¿Y
ver a través de las paredes? ¿Cuántos secretos de alcoba o de salita de estar?
…. ¡Para escribir el Espasa en papel biblia!
Pero no, el señor Superman, el
superhombre, sólo utiliza sus poderes en servicio de los demás, para evitar una
catástrofe, para impedir un desastre, para salvar la vida a los ocupantes de un
tren o para poner a buen recaudo a los delincuentes más temidos de la ciudad.
Pues sí, no me causa pudor
confesarlo. Me gustaría ser, de vez en cuando, una especie de superman porque
no hace falta tener supervista, ni superoído para darse cuenta de que no nos
vendría mal tener, aunque sólo fuera un par de horas, un héroe. Pero no un
héroe cualquiera, no un héroe al uso, sino un héroe pasado por el tamiz del
mejor barbero de Lavapiés. ¿Se imaginan ustedes una simbiosis entre superman y
Lamparilla?
La cualidad de valentía y
decisión la pondríamos a medias, claro está. El sentido de la justicia podría
dejárselo a él; yo me quedaría con el apellido de justiciero porque de nada
sirve la justicia si no se la hace respetar. Los poderes serían cosa de
superman, desde luego, yo no tengo fuerza, ni agilidad en mis músculos, excepto
en los de la lengua. Para mí reservaría la ejecución del castigo ejemplar que
no sería sangriento ni vejatorio: con dejar a los delincuentes con las
posaderas al viento; con marcarles la frente con un brochazo del rojo de la
vergüenza, me daría por contento (es más castigo el escarnio público que pagar
una multa).
¡Qué entretenido! ¡Qué divertido!
Pensarán ustedes que soy un
aprovechado, un oportunista por colocarme al lado del gran superhombre,
amparándome en sus poderes. Se equivocan; no me mueve egoísmo alguno, ni
pretendo venganzas inconfesables, ni sacar partido del miedo que un ente de
esta naturaleza inspiraría entre los chorizos y delincuentes. Mi intención es
más sibilina.
Tal y como tenemos el huerto
parece necesario un héroe sensato y ecuánime, decidido, valiente, poderoso y
eficaz. Capaz de devolver la confianza y la tranquilidad a la gente que es
alimento tan necesario para el espíritu como el cocido y los callos para el
estómago.
Pero con sernos, a mi entender,
necesario este personaje, hace falta algo más. Y ahí entro yo. Porque el
superman que nos hace falta no ha de tener inclinaciones ni a un lado ni a
otro, porque debe repartir a diestro y siniestro; ha de deshacer entuertos en
los cuatro puntos cardinales y no ha de señalar preferencias por ningún
credo. Quizá nos haga falta un héroe,
pero no un salvador de la patria, porque estos personajes terminan siempre en
el mismo sitio. Y para conculcar ese peligro, nadie mejor que un sencillo
fígaro que, teniendo entre sus manos el cuello de unos y de otros, se limita a
limpiarlos y adecentarlos sin cortar ninguno.
Lamparilla
(Todo esto es
consecuencia de que no sólo de zarzuelerías vive el hombre).
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