La iniciación
musical de Pablo Sorozábal no deja de ser curiosa. Él mismo
la contó de esta manera: “Yo empecé a ir a solfeo porque hice novillos en la
escuela. Una cuadrilla de golfillos nos fuimos a la parte vieja [de San
Sebastián] para que no nos vieran los parientes y allí vimos a unos tirillas, como llamábamos a los chicos
bien.
- ¡Qué hacéis aquí
– les dijimos.
- Estamos esperando
para matricularnos en solfeo.
- ¿Matricularos?
¿Qué es eso, la vacuna? –pregunté, porque yo creí que solfeo sería como la
vacuna que entonces nos empezaban a poner contra la viruela, llevando a la
escuela un choto con una herida llena de pus, de la que nos ponían a nosotros.
- No, no, es para
cantar, para la música.
- ¿Música? Vamos a
ponernos nosotros –y les dimos un empujón y nos matriculamos todos. Así empezó
mi vida musical”.
No parece que fuera vocación, precisamente, lo del
maestro donostiarra, sino casi un milagro, porque eso de que le se interese por
el solfeo, así, de pronto, un golfillo comprometedor y chuleta, no es lo más
normal.
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