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sábado, 9 de febrero de 2013

UN MODELO DE JUSTICIA



Filosofías de barbero.

Que la gente está muy preocupada por la excesiva judicialización de la vida social, es sabido, comentado y reconocido como una verdad incontrovertible. Son muchos los ciudadanos que se denuncian unos a otros por las causas más nimias, dando lugar a procedimientos, investigaciones, encausamientos, vistas, sentencias, recursos, ataques y contraataques  de un ejército de leguleyos  contra otro ejército de leguleyos. Al final, los resultados de la acción de la justicia son tan variables e inciertos que más que tranquilizar a la sociedad, lo que consiguen es sembrar dudas sobre su ecuanimidad e imparcialidad. Ante esto, la gente piensa que algo habría que hacer.

Esta monserga viene a cuento como introducción a una historia que me contó un desconocido cliente hace algunos días.


Era un hombre elegante en el vestir y de maneras distinguidas. Preguntó si podía ser atendido y al contestarle afirmativamente, se sentó. Pidió que rasurara su barba entrecana, no más larga de un par de días, y que le compusiera el gran bigote a la borgoñona que cubría su labio superior.

Preparé el instrumental y comencé el trabajo. No sabía muy bien cómo entablar conversación con el recién llegado, ni sobre qué. Pensaba si sería prudente intentar el tema taurino, o resultaría prudente decidirse por la política, o, a lo mejor convendría abordar el socorrido asunto del tiempo.

Sin mediar palabra, y como si adivinara una de mis preocupaciones, comenzó a hablar.

“Había una vez una pequeña República, especialmente próspera gracias a su floreciente comercio. Sus habitantes vivían con holgura y parecían felices. Pero, sin saber muy bien cómo, en poco tiempo, las cosas empezaron a cambiar. Primero, la falta de respeto y la mala educación  se extendieron como una epidemia, después hurtos, conatos de violencia, robos  sin importancia … luego, delitos de grave trascendencia social, incluso crímenes y algún asesinato. Parecía que la pequeña República había enloquecido, ocupada por el mal, pero, sobre todo, invadida por el miedo y la desconfianza. La mitad de sus habitantes sospechaba de la otra mitad y las decisiones del Justicia Mayor, personaje que dirimía los conflictos, no podía resolver casi nada, porque era tanto el recelo que nadie se atrevía a hablar.  Mucho menos a denunciar nada.

Horas y días sustrajo el Justicia a su descanso en busca de una solución. Y creyó encontrarla.

Mandó colocar en la plaza principal de la ciudad un buzón en el que cualquier ciudadano, de día o de noche, a cara descubierta o velado, podía depositar un papel anónimo en el que denunciase cualquier abuso, injusticia o tropelía. La Justicia estudiaría cada documento y dictaría la sentencia.

Ni qué decir tiene que la variedad de los castigos de la pequeña República era escasa: amputaciones para los ladrones, muerte para los asesinos y homicidas, prisión perpetua para otros delitos y destierro para quienes abusaran del poder que la sociedad les había entregado.

Cuando se abrió el buzón por primera vez, su contenido se desparramó por el suelo en una cantidad insospechada de pliegos. Fueron recogidos y, al cabo de unos días, el Justicia dictaminó que todos eran inútiles. Los padres denunciaban a los hijos, estos a los padres; los hermanos a los hermanos, el amo a los criados y los sirvientes al señor… Todo eran denuncias entrecruzadas, muchas de ellas increíbles, la gran mayoría indemostrables y producto de la envidia o la venganza.

El Justicia no se amilanó y comunicó una nueva decisión. El buzón se mantendría, pero sólo se admitirían documentos firmados.

Cuando días después volvió a abrirse, pudo comprobarse que, todavía, eran muchas las quejas y acusaciones. Al parecer, no había miedo a cursar denuncias, fueran ciertas o no.

El Justicia examinó los papeles y advirtió que no estaba seguro de que sus posibles sentencias fueran justas. ¿En cuántos casos el proceso se reduciría a dar credibilidad a lo dicho por un hombre o lo contestado por otro? De una palabra contra otra palabra no hay modo de sacar verdad.

El Justicia vio, no obstante, que estaba en el buen camino y ajustó un poco más la exigencia de su buzón. No sólo las denuncias deberían ir firmadas; además habrían de aportarse pruebas.

El buzón sólo registró unas cuantas quejas. Pero, todavía, en el fondo del espíritu, el Justicia albergaba dudas. ¿Y si las pruebas eran falsas, fabricadas para cada caso, o resultaban indemostrables? ¿Y si, como consecuencia, castigaba a un inocente o dejaba libre a un culpable?

El siguiente paso del buzón de la justicia fue añadir a la firma del denunciante, a la aportación de pruebas, un pequeño detalle: si la denuncia resultaba falsa, el denunciante sería el castigado con la cárcel de por vida o la pena capital.

Durante días, el buzón estuvo vacío. Nadie acusaba a nadie. ¿Quién corría el riesgo de hacer algo delictivo, enfrentándose a una posible denuncia? ¿Quién se atrevía a denunciar a alguien, aún teniendo prácticamente las certezas necesarias?. Todo el mundo sabía que, a veces, la justicia da vueltas y revueltas y termina volviéndose contra uno. Al fin y al cabo, es ciega y quien no ve puede encaminar sus pasos en cualquier dirección.

Los ciudadanos se olvidaron del buzón, pero un día apareció en él un documento en el que  figuraba una queja contra el Justicia Mayor con el argumento de que, con su idea, había robado a los ciudadanos la libertad de obrar y de creer en la Justicia. Su método había creado el temor, nadie se atrevía a nada, ni aún creyendo tener pruebas irrefutables, Se había instalado en la República el miedo a la Justicia, cuando lo que se necesita es confiar en ella.

La denuncia aportaba como prueba el hecho de que nadie hubiera presentado queja alguna desde hacía tiempo. Era imposible que no hubiera algo que analizar y juzgar. Las faltas y los delitos existían –quizá en menor medida– pero estaban ocultos por miedo a denunciarlos. Y eso no era bueno.

Lo que más sorprendió a los ciudadanos  fue conocer la identidad del denunciante: el propio Justicia Mayor.”

Confieso que la historieta dejó en mi mente tantas preguntas, reflexiones y dudas sobre la eficacia de las propuestas del buzón, que no supe reaccionar. Necesitaba tiempo para asimilar, para entender; necesitaba, también, alguna aclaración.  Pero no tuve ocasión; había terminado mi trabajo y el cliente se levantó, pagó el servicio y se marchó. Sólo dijo: “Buen día tenga usted, señor barbero”:

Lamparilla
 
(Todo esto es consecuencia de que no sólo de zarzuelerías vive el hombre).

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