Filosofías de barbero.
Que la gente está muy preocupada
por la excesiva judicialización de la vida social, es sabido, comentado y
reconocido como una verdad incontrovertible. Son muchos los ciudadanos que se
denuncian unos a otros por las causas más nimias, dando lugar a procedimientos,
investigaciones, encausamientos, vistas, sentencias, recursos, ataques y
contraataques de un ejército de
leguleyos contra otro ejército de
leguleyos. Al final, los resultados de la acción de la justicia son tan
variables e inciertos que más que tranquilizar a la sociedad, lo que consiguen
es sembrar dudas sobre su ecuanimidad e imparcialidad. Ante esto, la gente
piensa que algo habría que hacer.
Esta monserga viene a cuento como
introducción a una historia que me contó un desconocido cliente hace algunos
días.
Era un hombre elegante en el
vestir y de maneras distinguidas. Preguntó si podía ser atendido y al
contestarle afirmativamente, se sentó. Pidió que rasurara su barba entrecana,
no más larga de un par de días, y que le compusiera el gran bigote a la
borgoñona que cubría su labio superior.
Preparé el instrumental y comencé
el trabajo. No sabía muy bien cómo entablar conversación con el recién llegado,
ni sobre qué. Pensaba si sería prudente intentar el tema taurino, o resultaría
prudente decidirse por la política, o, a lo mejor convendría abordar el
socorrido asunto del tiempo.
Sin mediar palabra, y como si
adivinara una de mis preocupaciones, comenzó a hablar.
“Había una vez
una pequeña República, especialmente próspera gracias a su floreciente
comercio. Sus habitantes vivían con holgura y parecían felices. Pero, sin saber
muy bien cómo, en poco tiempo, las cosas empezaron a cambiar. Primero, la falta
de respeto y la mala educación se extendieron
como una epidemia, después hurtos, conatos de violencia, robos sin importancia … luego, delitos de grave
trascendencia social, incluso crímenes y algún asesinato. Parecía que la
pequeña República había enloquecido, ocupada por el mal, pero, sobre todo,
invadida por el miedo y la desconfianza. La mitad de sus habitantes sospechaba
de la otra mitad y las decisiones del Justicia Mayor, personaje que dirimía los
conflictos, no podía resolver casi nada, porque era tanto el recelo que nadie
se atrevía a hablar. Mucho menos a
denunciar nada.
Horas y días
sustrajo el Justicia a su descanso en busca de una solución. Y creyó
encontrarla.
Mandó colocar
en la plaza principal de la ciudad un buzón en el que cualquier ciudadano, de
día o de noche, a cara descubierta o velado, podía depositar un papel anónimo
en el que denunciase cualquier abuso, injusticia o tropelía. La Justicia estudiaría cada
documento y dictaría la sentencia.
Ni qué decir
tiene que la variedad de los castigos de la pequeña República era escasa:
amputaciones para los ladrones, muerte para los asesinos y homicidas, prisión
perpetua para otros delitos y destierro para quienes abusaran del poder que la
sociedad les había entregado.
Cuando se
abrió el buzón por primera vez, su contenido se desparramó por el suelo en una
cantidad insospechada de pliegos. Fueron recogidos y, al cabo de unos días, el
Justicia dictaminó que todos eran inútiles. Los padres denunciaban a los hijos,
estos a los padres; los hermanos a los hermanos, el amo a los criados y los
sirvientes al señor… Todo eran denuncias entrecruzadas, muchas de ellas
increíbles, la gran mayoría indemostrables y producto de la envidia o la
venganza.
El Justicia no
se amilanó y comunicó una nueva decisión. El buzón se mantendría, pero sólo se
admitirían documentos firmados.
Cuando días
después volvió a abrirse, pudo comprobarse que, todavía, eran muchas las quejas
y acusaciones. Al parecer, no había miedo a cursar denuncias, fueran ciertas o
no.
El Justicia
examinó los papeles y advirtió que no estaba seguro de que sus posibles
sentencias fueran justas. ¿En cuántos casos el proceso se reduciría a dar
credibilidad a lo dicho por un hombre o lo contestado por otro? De una palabra
contra otra palabra no hay modo de sacar verdad.
El Justicia
vio, no obstante, que estaba en el buen camino y ajustó un poco más la
exigencia de su buzón. No sólo las denuncias deberían ir firmadas; además
habrían de aportarse pruebas.
El buzón sólo
registró unas cuantas quejas. Pero, todavía, en el fondo del espíritu, el
Justicia albergaba dudas. ¿Y si las pruebas eran falsas, fabricadas para cada
caso, o resultaban indemostrables? ¿Y si, como consecuencia, castigaba a un
inocente o dejaba libre a un culpable?
El siguiente
paso del buzón de la justicia fue añadir a la firma del denunciante, a la
aportación de pruebas, un pequeño detalle: si la denuncia resultaba falsa, el
denunciante sería el castigado con la cárcel de por vida o la pena capital.
Durante días,
el buzón estuvo vacío. Nadie acusaba a nadie. ¿Quién corría el riesgo de hacer
algo delictivo, enfrentándose a una posible denuncia? ¿Quién se atrevía a
denunciar a alguien, aún teniendo prácticamente las certezas necesarias?. Todo
el mundo sabía que, a veces, la justicia da vueltas y revueltas y termina volviéndose
contra uno. Al fin y al cabo, es ciega y quien no ve puede encaminar sus pasos
en cualquier dirección.
Los ciudadanos
se olvidaron del buzón, pero un día apareció en él un documento en el que figuraba una queja contra el Justicia Mayor
con el argumento de que, con su idea, había robado a los ciudadanos la libertad
de obrar y de creer en la Justicia. Su
método había creado el temor, nadie se atrevía a nada, ni aún creyendo tener
pruebas irrefutables, Se había instalado en la República el miedo a la Justicia, cuando lo que
se necesita es confiar en ella.
La denuncia
aportaba como prueba el hecho de que nadie hubiera presentado queja alguna
desde hacía tiempo. Era imposible que no hubiera algo que analizar y juzgar.
Las faltas y los delitos existían –quizá en menor medida– pero estaban ocultos
por miedo a denunciarlos. Y eso no era bueno.
Lo que más
sorprendió a los ciudadanos fue conocer
la identidad del denunciante: el propio Justicia Mayor.”
Confieso que la historieta dejó
en mi mente tantas preguntas, reflexiones y dudas sobre la eficacia de las
propuestas del buzón, que no supe reaccionar. Necesitaba tiempo para asimilar,
para entender; necesitaba, también, alguna aclaración. Pero no tuve ocasión; había terminado mi
trabajo y el cliente se levantó, pagó el servicio y se marchó. Sólo dijo: “Buen
día tenga usted, señor barbero”:
Lamparilla
(Todo esto es
consecuencia de que no sólo de zarzuelerías vive el hombre).
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