Seb.
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Buenos días, Don Hilarión.
¿Cómo se encuentra?
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Hil.
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Buenos días, amigo. Gracias por
su interés. Me encuentro muy bien.
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Seb.
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Se le nota. Le veo contento y
alegre, casi diría que eufórico.
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Hil.
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La verdad es que sí. Ayer pasé
una buena tarde y me parece que todavía me dura la satisfacción. Me explico
brevemente: Estuve en la
Zarzuela.
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Seb.
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¿Con el Rey? ¡Qué me dice
usted! ¿Se codea usted con el Monarca? Le advierto que no me extrañaría,
porque me consta su prestigio profesional, y como el Rey anda ahora –es un
decir– balanceándose de un lado a otro. Por lo de la cadera, digo.
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Hil.
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No, hombre, no. Le agradezco el
detalle de la fama, pero no fue en el Palacio donde estuve, sino en el Teatro
de la Zarzuela.
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Seb.
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¿En el Teatro de la Zarzuela? ¡Vaya
novedad!
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Hil.
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Bueno, verá usted, Don
Sebastián. A mí me parece que nuestro Teatro de la Zarzuela, se está
moviendo. O sea, mejor dicho, concretando, que se está echando pa’lante,
porque moverse, uno puede también moverse pa’tras. Ya sabe usted que ahora
hay una exposición relacionada con cada uno de los programas que se ofrecen,
un chaval joven que, antes de cada representación, explica un poquito lo que
se va a oír, con ejemplos musicales, que se han preparado otras actividades
paralelas, incluido el cine. Y, además, unas visitas guiadas al teatro.
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Seb.
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¿Visitas guiadas? ¿Y a usted le
hacía falta una visita del Teatro de la Zarzuela? Pero si lleva usted ahí media vida,
teniendo en cuenta que la otra media la ha pasado en Apolo, hasta que lo
quitaron de en medio.
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Hil.
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Yo pensaba lo mismo que usted.
Una visita a ese teatro, para mí… Pero como me había invitado un buen amigo…
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Seb.
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Ya entiendo.
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Hil.
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Pues lo dicho. Allí me presenté
a la hora prevista.
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Seb.
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¿Y? …
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Hil.
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Pues que me he llevado una gran
sorpresa porque es, en efecto, una visita al teatro, pero con originalidad,
con simpatía, con gracia, con salero. A la gente le ha entusiasmado; todo el
mundo salía del teatro, después de una hora, diciendo que estupendo,
excelente, formidable y alguno hasta genial.
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Seb.
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Pero bueno, Don Hilarión, ¡déme
usted detalles! Empieza a ponerme nervioso. Ya sabemos lo que es la visita
turística a un teatro: te enseñan los espacios de acceso, te dejan dar una
vuelta para que veas las placas y bustos de los autores que por allí han
pasado, te dejan asomarte al patio de butacas desde un palco, y echar un
vistazo al escenario.
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Hil.
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Cierto, cierto. Pero en la Zarzuela había algo
más: Un pequeño espectáculo, como un sainete, con cuatro cantantes y un
pianista, con una simpática historia en el estilo de nuestro género chico y
sus correspondientes puyitas a la actualidad: la crisis, los recortes.
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Seb.
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¡Pero eso es una novedad!
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Hil.
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¡Que yo sepa, sí! Fíjese si es
novedad que, cuando volvía a casa pensando en la visita, se me ocurrió
llamarla “visita interactiva”, como dicen ahora mis nietos.
Mire, se lo resumo. Nos
recibieron en el vestíbulo un joven lechuguino, elegante como un figurón,
pero mordaz como la sosa; una señora, de buen ver, madre preocupada porque el
novio de la niña salió en el entreacto a buscar una horchata y todavía no ha vuelto.
Aunque fuera han pasado ¡87
años! el tiempo se ha detenido dentro del teatro. La madre preocupada; el
petimetre, incordiando, y la niña, triste y cándida … hasta que un apuesto
maquinista del teatro, guapo mozo y con labia, convence a la niña bobalicona
que más vale bocadillo de mortadela en mano, que un ciento de horchatas
pululando por el ambiente circundante.
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Seb.
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¡Hombre, no me destripe usted
los detalles!
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Hil.
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No se preocupe. Ya me callo.
Pero le diré que acompañados por estos dos cicerones, que se llaman Pepe y
Adelaida, pasamos al ambigú, luego a la sala, después al patio de butacas, y,
por fin, al escenario. Y todo ello acompañados por el canto y la música de
diez fragmentos –bien escogidos y colocados en la trama- de muy famosas
zarzuelas.
¡Ah, casi lo olvidaba! Lo más
espectacular: la lámpara.
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Seb.
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¿Qué lámpara?
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Hil.
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La gran lámpara del teatro. Con
los visitantes sentados en el patio de butacas, la han bajado hasta colocarla
a pocos centímetros de nuestras cabezas. ¡Qué impresión! ¡Es imponente!
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Seb.
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¿Me dice usted que han bajado
la araña hasta el suelo?
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Hil.
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Sí, señor. Tan cerca nos han
puesto la araña que algunos nos hemos echado para atrás en la butaca, ¡por si
nos picaba¡ ¡Usted me entiende!
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Seb.
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¿Y la gente? ¿Cómo reaccionó?
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Hil.
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¿La gente? Entusiasmada,
entregada como dicen los taurinos. Han cantado, han aplaudido a los
cantantes, se han sorprendido con la lámpara, como le digo, han sentido el
gusanillo del teatro al pisar el escenario. Por los comentarios que escuché
al salir, el personal estaba dispuesto a repetir.
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Seb.
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¿Y usted cree, Don Hilarión,
que esto puede ser una llamada de atención para que se vea que la Zarzuela interesa?
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Hil.
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¿Una llamada de atención? ¡Un
aldabonazo! Mire usted, con algún pequeño ajuste esto podría convertirse en
una atracción turística de Madrid. ¿No va la gente a Milán y se mete en la Scala? ¿No se visita la Ópera
de Viena? ¿No salimos en Atenas un poquito hartos de tanta piedra tirada por
el suelo? ¿Por qué no va la gente a visitar el Teatro de la Zarzuela, el de nuestro
género lírico genuino, el teatro de Madrid que lleva funcionando más de 150
años? Y si, además de verlo, te regalan una simpática y entretenida función …
¿Dónde se ha visto tal derroche?.
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Seb.
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Hombre, tal como lo pinta usted
… ¿Y por que no me avisó? Le hubiera acompañado.
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Hil.
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Ya le he dicho que me habían
invitado. Y la verdad, no las tenía todas conmigo. Las cosas como son.
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Seb.
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¿Y sabe usted si van a repetir?
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Hil.
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Creo que sí. Habrá que estar al
tanto. En cuanto me entere, le invito a usted. Y si pudiéramos llevarnos a la
morena y a la rubia … ¡Seguro que las muchachas disfrutarían!
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Seb.
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¡Ay, Don Hilarión! ¿No le
parece a usted que nuestro tiempo ha pasado?
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Hil.
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Tiene razón, Don Sebastián.
¡Tiene muchísima razón! Pero, como dicen en el barrio: la vista es la que
trabaja, y el que tuvo, retuvo.
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