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martes, 12 de marzo de 2013

COMO UNA ORQUESTA




Filosofías de barbero.
 
 

Al despedirse de sus cardenales, Su Santidad el Papa Juan Pablo II les pidió que se comportaran como una orquesta sinfónica. Es posible que a mucha gente esto les haya extrañado y, al enterarse de que el Papa tocaba el piano, hayan pensado: “¡Ah, bueno! ¡Como es músico!”.

Es posible que exista alguna relación, pero como Su Santidad es un gran intelectual, hemos de pensar que en su petición debía haber algo más que una comparación musical afortunada; algo de mayor calado y trascendencia. Y lo hay.


Una orquesta sinfónica es el mayor instrumento musical que ha creado Occidente para hacer realidad una de las fuentes de belleza estética más atractiva: la música. Una orquesta es una gran máquina, de perfecto funcionamiento, capaz de convertir los símbolos permanentes de un papel, en fugaz sonido. En este proceso, las notas muertas de una partitura se convierten en belleza viva, aunque perecedera. Pero es todavía más: una orquesta es uno de los modelos de comportamiento colectivo más eficaz que pueda darse entre los hombres.

La figura central de una orquesta es el director. Él será quien decida cómo va a interpretarse la obra, determinará velocidades, planos sonoros, intensidades dinámicas, contrastes, … y vigilará la intervención de cada instrumentista para que haga exactamente lo que tiene que hacer. Ni más ni tampoco menos.

Todos le obedecen con diligencia y, para conseguir su atención, no necesita más que una pequeña batuta y la expresividad de sus manos y su rostro. Nada de discursos grandilocuentes y vacíos, ni alharacas, ni arengas, sólo un gesto, una mirada. 

Para llegar a esto hace falta, naturalmente, una excelente preparación. Parece obvio, pero mire cada uno a su alrededor y advierta cuántos de los que le gobiernan están realmente preparados para hacerlo bien.

Un director tiene un conocimiento importante de los materiales con los que trabaja, de la música, de los distintos instrumentos de la orquesta y de quienes los tocan. De estos conocimientos emana una comprensión básica:: a pesar de su preparación, de ser la cabecera del cartel, la primera figura, la estrella, .. no es nadie sin sus músicos. Tiene que ganárselos, casi cada día,  por convencimiento, porque los demás le vean como un líder, como un guía. Y, al mismo tiempo, no olvidar que está permanentemente en manos de sus músicos.

Los profesores de la orquesta, por su parte, presentan cualidades muy concretas. En primer lugar, son profesionales, dominan su instrumento y son capaces de sacarle el mayor partido. Además, cuando trabajan, se sienten útiles porque saben que de su esfuerzo y entusiasmo depende el buen resultado. Cuando una orquesta no se apasiona con lo que hace y se deja vencer por la abulia, el concierto es rutinario, aunque el director gesticule como un energúmeno pretendiendo sacar a sus músicos de ese peligroso estado letárgico.

Los músicos de una orquesta tienen que ofrecer a los demás dos cualidades básicas: la renuncia a su propio yo y el respeto por la labor ajena. Un buen músico orquestal, cuando toca, se siente integrado en un grupo, incluso cuando la música le hace destacar sobre los demás. Un  músico de orquesta no desprecia la intervención de ninguno de sus compañeros aunque sea pequeña. La base de una orquesta es la humildad ante la intervención propia y el respeto al trabajo de los demás.

Cuando una centuria de músicos se comporta así, todos se sienten útiles; este es el primer paso para conseguir el objetivo final.

Y cuando el concierto acaba el director recibe los aplausos del público para los músicos, porque ha sabido planificar la interpretación, porque ha sido capaz de conducir adecuadamente a los instrumentistas. Pero sabe que el éxito no es sólo suyo. Por eso destaca a algunos músicos que han realizado un sobreesfuerzo en algún solo: el buen trabajo individual hay que premiarlo. Y así lo hacen hasta los propios compañeros. Y al final, casi siempre, el director baja del podio y se integra en la orquesta como uno más, recibiendo la última ovación. El éxito es de todos; cada uno ha hecho lo que tenía que hacer, cuando y como debía hacerlo.

Quienes piensan que un director de orquesta es lo más parecido a un dictador se equivocan. Es cierto que tiene y ejerce un poder absoluto, pero no lo hace de manera arbitraria; no exige a un músico que toque más fuerte para hacerle sufrir, ni que de una nota en pianísimo para ver si fracasa. No destaca a uno de los violines porque quien lo toque sea una chica guapa, no exige a los trombones que avasallen a los demás con la potencia de su voz. El objetivo de un director es conseguir una buena traducción de la partitura y aunque el paso del símbolo muerto del papel al universo efímero del sonido sea interpretable (con todo lo que esto supone), el trabajo de un director no es caprichoso ni oportunista.

La libertad individual propia, por encima de las libertades de otros individuos, no es aplicable a una orquesta. Imaginemos una orquesta en la que cada uno tocase como le apeteciese; el sonido aterciopelado y acariciador de la pobre flauta, sucumbiría ante la agudeza violenta y penetrante de la trompeta. Los monótonos timbales atronarían a los versátiles violines. Pero, ¡qué curioso!, por encima de todos los instrumentos sonaría la afilada voz del flautín, el más pequeño de los instrumentos orquestales. Por supuesto, ningún director sería capaz de poner orden en un galimatías de esta naturaleza.

Tampoco un modelo de gobierno basado en el vasallaje, en el peloteo o en la obediencia ciega pero irreflexiva es aplicable a una orquesta. Sólo se escucharían los sonidos queridos por el “señor”, por el “amo”. Aunque fuera este un gran director, se perderían los contrastes, las aristas –bellas muchas veces– y sólo quedaría un sonido uniforme, seguramente lánguido y adormecedor.

Una orquesta no puede funcionar de ninguna de estas maneras. Bueno, quizá una orquesta sí, pero la música no. La música requiere del concurso de los intérpretes, del esfuerzo de cada uno para el objetivo común; del trabajo anónimo pero eficaz de cada parte; de que el individuo se sienta útil al grupo; de que se agradezca y premie su colaboración.

Pero el disfrute de la música necesita todavía más: Requiere nuestra atención como oyentes. Si cerramos nuestros oídos, el del cuerpo y el de la mente, de poco servirá tener delante la mejor orquesta y el mejor director del mundo.

Para comprobar si todo lo dicho es cierto, sólo hay que hacer una cosa: escuchar la música, o dicho de otro modo, implicarse, analizar por uno mismo, no dejarse llevar por opiniones ajenas interesadas o ignorantes. Enseguida verán claro el tema.

A lo largo de la historia, la sociedad ha puesto en práctica varias formas de gobernarse: dictaduras, monarquías, democracias o cualquiera de sus variedades. Algunas han dado buenos frutos, pero no se han perpetuado porque, por distintas razones, se han ido degradando y convirtiéndose en lo que no eran.

Quizá la única forma que no se ha encargado es la de la orquesta, la de la música en general, pues cualquier ejecución musical necesita de las mismas cualidades y requiere similares requisitos.

Un buen director tiene claro el objetivo a conseguir. Un buen gobierno debe tener un proyecto claro  y sensato, una meta alcanzable. Ofrecer utopías es engañoso y sólo convence y entusiasma a los ignorantes.

Los músicos de una orquesta deben ser profesionales, capaces de trabajar en común para un objetivo común, y no dejarse llevar por los falsos orgullos de creerse imprescindibles, o más que los demás. ¿Por qué no hemos de pedir esas mismas cualidades a quienes nos gobiernas y a nosotros mismos?

Por último, los súbditos o ciudadanos, debemos prestar atención y desechas las promesas insensatas de los oportunistas y vividores del esfuerzo ajeno; olvidarnos de quienes nos ofrecen la Luna; ser exigentes con quienes nos mandan, aplaudir cuando lo hacen bien y pagarles con un expresivo silencio cuando no es así.

Con un buen director, una buena orquesta y un buen público, quien gana es la música. Y la música está hecha para nosotros.

Conseguir que un gobierno funcione como una orquesta es un milagro. Quizá por eso mismo, quien podía pedírlo era el Papa.

Lamparilla


(Todo esto es consecuencia de que no sólo de zarzuelerías vive el hombre).

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