Seb.
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¡Buenos días!, Don Hilarión
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Hil,
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Buenos los tenga usted, Don Sebastián. ¿Cómo va esa vida?
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Seb.
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No me puedo quejar. Vamos, la verdad es que si puedo
lamentarme, pero como no me sirve de nada, para qué perder el tiempo.
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Hil.
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Es usted un filósofo. Lastima que haya tenido que
dedicarse al negocio del intercambio, dicho vulgarmente, al comercio.
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Seb.
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Me da en la nariz que viene usted hoy contento. Y creo
saber la causa.
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Hil,
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¿Usted cree? Pruebe a adivinarla.
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Seb.
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Me ha dicho un pajarito que pasado mañana, va usted al
teatro a disfrutar de una gran zarzuela.
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Hil.
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Cierto. ¿Y quién se lo ha dicho?, si puede saberse.
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Seb.
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No lo puedo revelar. De ninguna manera diré quien me ha
pasado la información. No le voy a decir a usted que lo del secreto de
confesión se lo enseñé yo a lo curas … porque no es verdad, pero para mí un
secreto es como una tumba: no se puede
abrir.
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Hil,
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Si, pero también conoce usted eso de “un secreto a voces”:
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Seb.
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Ya, pero es para las cosas de la política.
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Hil.
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No insista. Y es verdad que antes de que el reloj dé
cuatro vueltas completas a su esfera, estaré sentado en una excelente butaca,
contemplando, nada más y nada menos, que la Marina
, de don Emilio Errieta.
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Seb.
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Y dígame, ¿qué cantantes va a escuchar usted?
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Hil,
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Como ¿qué cantantes? Los que cantan, los que actúan. No le
entiendo muy bien, Don Sebastián.
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Seb.
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Quiero decir que, cual de los tres repartos le ha tocado
en suerte.
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Hil.
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¿Cómo que tres repartos?
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Seb.
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¡Ah!, deduzco que no sabe usted que en estas
representaciones van a intervenir tres repartos distintos, es decir, tres
sopranos, tres tenores, tres barítonos y tres bajos, además de los coros,
figurantes, orquesta y demás. Cada día actuará uno de los tres intérpretes
protagonistas.
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Hil,
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O sea, para entendernos. Me está usted diciendo que no es
seguro que yo vaya a escuchar a los grandes cantantes que se anuncian en los
periódicos.
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Seb.
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Exactamente. Pudiera ser.
Pero, vamos, no creo que la cosa tenga tanta importancia. Al fin y al
cabo, por lo que he oído, todos los cantantes son muy buenos, de contrastado
prestigio. Y seguro que se entregarán sin reservas.
De todos modos esto ya lo sabe usted, ¿no es así?
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Hil.
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Sí, claro que lo sé. Es una práctica habitual. Pero, la verdad,
yo esperaba más de mi cliente al que proporcioné un específico para aliviarle
ciertos picores en una zona, digamos, delicada.
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Seb.
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¡Hombre, Don Hilarión, no sea usted así! Seguramente su
parroquiano no se ha dado ni cuenta. Usted sabe que muchos de los
espectadores de la zarzuela van al teatro sin saber quien canta; les basta
con el título de la obra y que sea conocida.
De todos modos, no se queje usted. ¡Ya quisiera yo que
alguno de mis compradores tuviera un detalle!
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Hil,
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Hombre, Don Sebastián, ¡no compare! Yo a mis parroquianos
les repongo la salud.
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Seb.
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¡Y yo la presencia y la figura! Y, créame, a veces eso es
casi, casi, ¡un milagro!
Y ya me dirá usted cómo va la función. Se lo digo porque
tengo un par de entradas para dentro de unos días.
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Hil,
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¿No me diga? ¿Y qué reparto le ha tocado, si es que puede
saberse?
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Seb.
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… El bueno.
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Hil.
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¡Vaya por Dios! Es usted un suertudo total. ¡Juegue usted
a la lotería! ¡Con esa potra!
Pero dígame, ¿no le hace un cambio?
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Seb.
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Mire usted, Don Hilarión. Por un amigo se hace lo que sea.
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Hil,
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No esperaba menos. Me da usted una alegría de las grandes.
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Seb.
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No, no. Si no lo digo por mí. Lo digo por usted: de
ninguna manera voy a consentir que ese amigo que le ha regalado los billetes,
pueda pensar que su obsequio lo cambia usted alegremente. Esto no está nada
bien, ya lo sabe. Así me lo enseñaron mis padres, que Dios haya en su gloria.
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