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martes, 23 de abril de 2013

EL DONATIVO



Seb.

¿Qué tal ese viajecito, Don Hilarión? ¿Cómo está la familia?

Hil,
Bien, muy bien. La excursión excelente. Con estos automóviles de ahora es que se viaja sin sentir. En unas pocas horas se planta usted en la playa o en la montaña, cómodamente, sin apenas cansancio, viendo tranquilamente el cambiante paisaje. ¡Qué lejos aquellas aventuras montados en caballerías, cuyas zancadas tenías que acompasar  con los riñones, para no terminar la jornada doblado y dolorido!

Seb.
Hombre, Don Hilarión. Tenían su encanto, no me lo negará.


Hil.
No, no, claro. Su encanto y su misterio. ¡Fíjese que muchas veces no sabías cuando ibas a llegar ni cómo!

Seb.
Bueno, bueno. ¿Su hija y su yerno?

Hil,
Perfectamente. Trabajando y sacando adelante su hogar y su vida.

Seb.
¿Y el nieto?

Hil.
¿El nieto? ¡Qué quiere que le diga! Ya está en la edad que a mí me gusta; esa edad en la que ya no es un frágil bebé necesitado de todo, sino en la etapa en que comienza a descubrir la vida. Ha empezado a andar erguido aunque, de vez en cuando, da algún trompicón del que se recupera casi por milagro. Lo chapurrea todo. Hablar, lo que se dice hablar, dos o tres palabras; todo lo demás sale de sus labios a borbotones; sonidos entremezclados que resultan una especie de idioma ininteligibles y sin sentido. Pero, fíjese usted, consigue lo que quiere.

Cualquier cosa de su alrededor le llama la atención. Todo lo mira, lo toca, lo escucha, lo chupa, … Y, encima, el puñetero está aprendiendo a jugar.

Seb.
¿Cómo a jugar?

Hil,
Si, señor. Mire: se agarra a las faldas de la madre, asoma la cabeza y te compromete para que le mires y le digas algo; y cuando lo haces, se esconde detrás, saliendo inmediatamente para comprobar el resultado de su acción.

Seb.
Vamos, vamos, Don Hilarión. ¡El cu-cu-tras, de toda la vida!

Hil.
Sí, amigo mío. Pero, ¡lo hace con una gracia y una picardía!

Seb.
¡Ay, Don Hilarión! Le veo a usted entregado total.

Hil,
Pues sí, Don Sebastián. Es que este mocoso me quita veinte o treinta años de encima. ¡Esto si que es una buena medicina!

Seb.
Bien que me alegro; usted lo sabe. Y, dígame, ¿algo de zarzuela?

Hil.
Pues sí. He visto La Calesera.

Seb.
¿Y qué tal?

Hil,
Verá usted. Aquello no es la capital, pero tiene un teatro que está muy bien. Es pequeño, acogedor, adecentado recientemente con todo lo necesario, incluido un pequeño foso. Y, según mis informes, funciona casi todas las semanas.

Seb.
Eso está muy bien, pero ¿y la zarzuela?

Hil.
Bueno. La orquesta la formaban alumnos de la Escuela de Música del propio pueblo y de la de algún otro cercano.  Gente muy joven, con muchas ganas. Usted sabe que esa partitura no es de la de chunda-chunda y chim-pún. Hubo algún despiste y algún desajuste, pero enteramente disculpables.

El coro era un grupo de aficionados locales, variopinto y algo desequilibrado en el número de componentes: más mujeres que hombres.

Seb.
Ya me imagino. A estos coros yo los llamo “de la Corte de Faraón”.

Hil,
¿Cómo? ¿Por lo pícaro?

Seb.
No, nada de eso. ¡Porque son coros de viudas!

Hil.
¡Qué sarcástico y mordaz es usted!

Seb.
Es una manera de hablar, aunque es cierto que son muchas las mujeres que se entregan a la práctica de la música cuando ya no tienen el trabajo y la obligación de mantener constantemente a la familia. En estos coros no verá usted mucha gente joven; siempre hay más mujeres que hombres, quizá porque  en este país son más las viudas que los viudos.

Hil.
Es usted todo un sociólogo desperdiciado, escondido detrás de un mostrador de telas y retales. Pero bueno, el coro no cantó mal y eso ya es un triunfo.

Seb.
¿Y los primeros espadas?

Hil,
Me sorprendieron. Una soprano joven, estudiante todavía, pero apuntando maneras. Los agudos en su sitio, la presencia magnífica y el trabajo actoral aceptable. Le falta experiencia y pulir un poco el estilo, pero tiene futuro.

Él, también estudiante, un barítono con agudos brillantes y generosos. El registro grave resulta algo corto e inseguro cuando lo apura, pero, eligiendo  un repertorio adecuado, puede dar buen juego en el futuro.

El director de la orquesta, cumplidor y atento para llevar por el buen camino a sus jóvenes instrumentistas. La escenografía, en la línea clásica.

Una representación muy digna. Trabajada con interés y expuesta con mucha seriedad. Algún desajuste, como le dije, pero muy bien. Disfruté. aunque

Seb.
Aunque … ¿qué?

Hil.
Me disgusté y entristecí un poco …

Seb.
¿Y eso?...

Hil,
Verá usted. Fui y no me fijé en todos los detalles. Bastante tenía con ver el teatro, la gente y el ambiente. Pero, al salir, vi un cartel donde se anunciaba el espectáculo, los nombres de los protagonistas y el precio.

Seb.
¿Se puede saber?

Hil.
Cinco euros.

Seb.
Barato, ¿no le parece?

Hil.
Sí señor, barato. Pero me molestó leer al lado del precio, entre paréntesis, una palabra: “donativo”.

Seb.
¿Era una representación benéfica?

Hil,
No, que yo sepa. Lo indagué y la respuesta fue negativa.

Seb.
¿Entonces?

Hil.
Deduje que habían puesto eso para que la gente fuera al teatro.

Seb.
¿Y le parece a usted mal?

Hil.
Mire usted, Don Sebastián. Voy a serle sincero. No me parece mal que se abarate todo lo posible el precio del teatro para que cualquiera pueda comprar una entrada. ¡Faltaría más!

Tampoco estoy en contra, ¡por Dios!, de cualquier tipo de espectáculo a beneficio de organizaciones humanitarias, de caridad o ayuda. Pero añadir lo de “donativo” al precio de una entrada sin especificar nada más, creo que es hacerle un flaco favor al espectáculo.

Seb.
¡Hombre, Don Hilarión! No hay que pensar tan mal.

Hil,
Pues yo sí pienso mal. Mire usted, no hay que confundir la caridad con la justicia. Y no hay nada más justo que pagar a la gente por su trabajo. Lo que yo he visto y oído es un trabajo serio, con aspectos mejorables, sin duda, pero muy profesional. Y hay que pagarlo. No debería ser necesario recurrir a subterfugios, ni a juegos de palabras, ni a llamar a las conciencias con el aldabón de una difuminada solidaridad.

Seb.
¡Cómo se pone usted, amigo!

Hil.
¡Como hay que ponerse! Un donativo se da a los necesitados, a los pobres, a los mendigos… Pero los músicos, aunque no siempre reciben la consideración social que merecen, no son menesterosos ni indigentes. Son, como mínimo, trabajadores. Y muchos de ellos ¡artistas!



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