Seb.
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¿Qué tal ese viajecito, Don Hilarión? ¿Cómo está la
familia?
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Hil,
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Bien, muy bien. La excursión excelente. Con estos
automóviles de ahora es que se viaja sin sentir. En unas pocas horas se
planta usted en la playa o en la montaña, cómodamente, sin apenas cansancio,
viendo tranquilamente el cambiante paisaje. ¡Qué lejos aquellas aventuras
montados en caballerías, cuyas zancadas tenías que acompasar con los riñones, para no terminar la
jornada doblado y dolorido!
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Seb.
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Hombre, Don Hilarión. Tenían su encanto, no me lo negará.
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Hil.
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No, no, claro. Su encanto y su misterio. ¡Fíjese que
muchas veces no sabías cuando ibas a llegar ni cómo!
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Seb.
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Bueno, bueno. ¿Su hija y su yerno?
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Hil,
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Perfectamente. Trabajando y sacando adelante su hogar y su
vida.
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Seb.
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¿Y el nieto?
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Hil.
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¿El nieto? ¡Qué quiere que le diga! Ya está en la edad que
a mí me gusta; esa edad en la que ya no es un frágil bebé necesitado de todo,
sino en la etapa en que comienza a descubrir la vida. Ha empezado a andar
erguido aunque, de vez en cuando, da algún trompicón del que se recupera casi
por milagro. Lo chapurrea todo. Hablar, lo que se dice hablar, dos o tres
palabras; todo lo demás sale de sus labios a borbotones; sonidos
entremezclados que resultan una especie de idioma ininteligibles y sin
sentido. Pero, fíjese usted, consigue lo que quiere.
Cualquier cosa de su alrededor le llama la atención. Todo
lo mira, lo toca, lo escucha, lo chupa, … Y, encima, el puñetero está
aprendiendo a jugar.
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Seb.
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¿Cómo a jugar?
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Hil,
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Si, señor. Mire: se agarra a las faldas de la madre, asoma
la cabeza y te compromete para que le mires y le digas algo; y cuando lo
haces, se esconde detrás, saliendo inmediatamente para comprobar el resultado
de su acción.
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Seb.
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Vamos, vamos, Don Hilarión. ¡El cu-cu-tras, de toda la
vida!
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Hil.
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Sí, amigo mío. Pero, ¡lo hace con una gracia y una
picardía!
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Seb.
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¡Ay, Don Hilarión! Le veo a usted entregado total.
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Hil,
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Pues sí, Don Sebastián. Es que este mocoso me quita veinte
o treinta años de encima. ¡Esto si que es una buena medicina!
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Seb.
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Bien que me alegro; usted lo sabe. Y, dígame, ¿algo de
zarzuela?
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Hil.
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Pues sí. He visto La Calesera.
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Seb.
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¿Y qué tal?
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Hil,
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Verá usted. Aquello no es la capital, pero tiene un teatro
que está muy bien. Es pequeño, acogedor, adecentado recientemente con todo lo
necesario, incluido un pequeño foso. Y, según mis informes, funciona casi
todas las semanas.
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Seb.
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Eso está muy bien, pero ¿y la zarzuela?
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Hil.
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Bueno. La orquesta la formaban alumnos de la Escuela de Música del
propio pueblo y de la de algún otro cercano.
Gente muy joven, con muchas ganas. Usted sabe que esa partitura no es
de la de chunda-chunda y chim-pún. Hubo algún despiste y algún desajuste,
pero enteramente disculpables.
El coro era un grupo de aficionados locales, variopinto y
algo desequilibrado en el número de componentes: más mujeres que hombres.
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Seb.
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Ya me imagino. A estos coros yo los llamo “de la Corte de Faraón”.
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Hil,
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¿Cómo? ¿Por lo pícaro?
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Seb.
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No, nada de eso. ¡Porque son coros de viudas!
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Hil.
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¡Qué sarcástico y mordaz es usted!
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Seb.
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Es una manera de hablar, aunque es cierto que son muchas
las mujeres que se entregan a la práctica de la música cuando ya no tienen el
trabajo y la obligación de mantener constantemente a la familia. En estos
coros no verá usted mucha gente joven; siempre hay más mujeres que hombres,
quizá porque en este país son más las
viudas que los viudos.
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Hil.
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Es usted todo un sociólogo desperdiciado, escondido detrás
de un mostrador de telas y retales. Pero bueno, el coro no cantó mal y eso ya
es un triunfo.
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Seb.
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¿Y los primeros espadas?
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Hil,
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Me sorprendieron. Una soprano joven, estudiante todavía,
pero apuntando maneras. Los agudos en su sitio, la presencia magnífica y el
trabajo actoral aceptable. Le falta experiencia y pulir un poco el estilo,
pero tiene futuro.
Él, también estudiante, un barítono con agudos brillantes
y generosos. El registro grave resulta algo corto e inseguro cuando lo apura,
pero, eligiendo un repertorio
adecuado, puede dar buen juego en el futuro.
El director de la orquesta, cumplidor y atento para llevar
por el buen camino a sus jóvenes instrumentistas. La escenografía, en la
línea clásica.
Una representación muy digna. Trabajada con interés y
expuesta con mucha seriedad. Algún desajuste, como le dije, pero muy bien.
Disfruté. aunque
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Seb.
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Aunque … ¿qué?
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Hil.
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Me disgusté y entristecí un poco …
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Seb.
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¿Y eso?...
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Hil,
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Verá usted. Fui y no me fijé en todos los detalles.
Bastante tenía con ver el teatro, la gente y el ambiente. Pero, al salir, vi
un cartel donde se anunciaba el espectáculo, los nombres de los protagonistas
y el precio.
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Seb.
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¿Se puede saber?
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Hil.
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Cinco euros.
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Seb.
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Barato, ¿no le parece?
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Hil.
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Sí señor, barato. Pero me molestó leer al lado del precio,
entre paréntesis, una palabra: “donativo”.
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Seb.
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¿Era una representación benéfica?
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Hil,
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No, que yo sepa. Lo indagué y la respuesta fue negativa.
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Seb.
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¿Entonces?
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Hil.
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Deduje que habían puesto eso para que la gente fuera al
teatro.
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Seb.
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¿Y le parece a usted mal?
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Hil.
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Mire usted, Don Sebastián. Voy a serle sincero. No me
parece mal que se abarate todo lo posible el precio del teatro para que
cualquiera pueda comprar una entrada. ¡Faltaría más!
Tampoco estoy en contra, ¡por Dios!, de cualquier tipo de
espectáculo a beneficio de organizaciones humanitarias, de caridad o ayuda.
Pero añadir lo de “donativo” al precio de una entrada sin especificar nada
más, creo que es hacerle un flaco favor al espectáculo.
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Seb.
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¡Hombre, Don Hilarión! No hay que pensar tan mal.
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Hil,
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Pues yo sí pienso mal. Mire usted, no hay que confundir la
caridad con la justicia. Y no hay nada más justo que pagar a la gente por su
trabajo. Lo que yo he visto y oído es un trabajo serio, con aspectos
mejorables, sin duda, pero muy profesional. Y hay que pagarlo. No debería ser
necesario recurrir a subterfugios, ni a juegos de palabras, ni a llamar a las
conciencias con el aldabón de una difuminada solidaridad.
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Seb.
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¡Cómo se pone usted, amigo!
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Hil.
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¡Como hay que ponerse! Un donativo se da a los
necesitados, a los pobres, a los mendigos… Pero los músicos, aunque no
siempre reciben la consideración social que merecen, no son menesterosos ni
indigentes. Son, como mínimo, trabajadores. Y muchos de ellos ¡artistas!
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