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martes, 22 de noviembre de 2016

TONTO DE ZARZUELA



Pensamientos de un barbero.



Hace unos días, por la mañana temprano, cuando apenas se han desperezado los rayos del sol otoñal, tras el básico aseo matutino y después de haber desayunado con frugalidad, comenzaba mi rutina diaria adecentando la barbería antes de abrirla a los parroquianos. Entre las tareas habituales está la de encender la radio porque me gusta estar informado de lo que ocurre en el mundo. Y, aunque no siempre escucho con la debida atención, la verdad es que la radio me proporciona un mínimo conocimiento de la actualidad, que me resulta muy útil para departir con los clientes mientras les arreglo.

Esta mañana un comentarista hablaba de los individuos  que, en la ceremonia de apertura de la legislatura, pretendieron (y consiguieron, gracias a la colaboración de los medios de comunicación, que les dan cobertura) llamar la atención con un comportamiento ridículo, inadecuado, grosero y fuera de lugar. En un momento de su disertación, el comentarista se refirió a uno de estos sujetos de manera despectiva y le llamó “tonto de zarzuela:”

Escuchar esta frase y ponerme a cavilar fue todo uno. Lo de tonto estaba muy claro, pero ¿lo de zarzuela? ¿A que zarzuela se refería? ¿Al género teatral? ¿Al teatro? ¿Al palacio? Imposible saberlo. Seguramente sería al espectáculo, porque en la consideración de no pocas gentes, la zarzuela es un género menor, pobre si la comparan con la excelsa ópera, populachera, vulgar y hasta seborréica, es decir casposa. Entonces me pregunté: ¿por qué el comentarista utilizó la zarzuela como vocablo para acentuar el grado de estupidez del sujeto, ente o individuo al que se refería? No lo sé, pero me sentí molesto, sobre todo porque el comunicador podía haber recurrido a un buen número de expresiones, igualmente señaladoras, pero con otros elementos calificativos.


Podía haberle distinguido como “más tonto que Abundio”, del que se dice que vendió el coche para comprar gasolina; o que “el sastre del Campillo, que cosía de balde y, además, ponía el hilo”; o más tonto que “la tonta de Candelario, que ató los perros con longanizas”;  o más tonto que “el maestro de Ciruela, que no sabía leer y puso escuela”… O que el que asó la manteca.

Enseguida me di cuenta de que acababa de cometer el mismo error que el comentarista. Si me incomodé al escuchar lo de la zarzuela, entendí que las frases anteriores podían molestar a los de Campillo, de Ciruela o de Candelario, o al desconocido, aunque popular, Abundio.

Entonces recordé la inmensa riqueza de nuestro idioma castellano y me dije: el señor de la radio podía haberse referido al ridículo oportunista llamándole “tonto de baba”, “tonto del bolo”, “tonto del bote”, “tonto de capirote”, “tonto del ciruelo”, “tonto del culo”, “tonto del haba”, “tonto del higo”, “tonto de las narices”, “tonto del pito”,  o “tonto de los cojones”, que aunque se salga del orden alfabético empleado en las estultas especialidades anteriores, es el más rotundo y expresivo de nuestro repertorio,. Repertorio que no acaba aquí, porque, recientemente, se están acuñando a velocidad supersónica calificaciones modernas y tecnológicas como “tonto del móvil”, o del “esmarfon”, o del sofisticado “aifon”.

Y si el locutor hubiera querido ser con el sujeto de marras, más condescendiente, podría haberle llamado tontaina o tontorrón, términos que rebajan, incluso cariñosamente, la intención del insulto.

En fin, todo un abanico de posibilidades, variadas, con solera, con historia y documentadas en nuestra literatura. Y si con este abanico no hubiera tenido  suficiente, le sugiero la lectura del Libro de los insultos, recopilación de Don Pancracio Celdrán Gómez, erudito, culto y entretenido, al que me gustaría ofrecerle un corte de pelo gratis, sólo por disfrutar de su conversación.

Lamparilla

(Todo esto es consecuencia de que no sólo de zarzuelerías vive el hombre).

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