Pensamientos
de un barbero.
Hace ya tiempo que no pongo sobre el
papel electrónico mis pobres reflexiones de barbero. No porque haya desistido
de practicar ejercicio tan sano y recomendable; tampoco porque falten asuntos por los que preocuparse ni
sobre los que discurrir. No. Sencillamente ha sido … ¡Bueno, qué mas da!
Esta mañana acababa de adecentar la
barbería y, esperando la llegada de mi primer cliente me ha venido a la cabeza
una idea y me he puesto a llenar de letras un papel en blanco. La cosa no es
nueva, pero… Situémonos: Congreso de los Diputados (aquí puede imaginar el
lector cualquier institución más o menos equiparable: parlamento regional,
senado, salón del ayuntamiento…). Un diputado (cuyo nombre no quiero escribir
aunque bien que me acuerdo de él) se dirige a otro que milita en un grupo
político de ideología opuesta, dirigiéndole una serie de insultos graves con la
mayor frialdad del mundo (eso de la inmunidad parlamentaria debe dar mucha fuerza
interior). Una tras otra, salen de su boca las palabras más hirientes de
nuestro riquísimo vocabulario injurioso y vejatorio, grande donde los haya. Se
escuchan aplausos y silbidos, al tiempo. El diputado en abuso de la palabra
continúa, impertérrito, con otra batería de vocablos insultantes.
El presidente interrumpe al sujeto:
“¡Señoría! ¡Señoría!” … (Mi cabeza no acaba de entender cómo se puede llamar
“señoría” a un individuo de esta calaña, pero … quizá todo sea producto de la
“cortesía parlamentaria”.
Al fin, el sujeto calla y el presidente
le pide que retire los insultos. El diputado ofensor se niega. Insiste la
presidencia; sigue en sus trece el diputado. Por tercera vez se le ruega que se
retracte; como era de esperar no lo hace. Y entonces, se escucha una frase que
produce en mi cerebro una especie de conmoción: “la presidencia ordena que los
insultos del sujeto se borren del Diario de Sesiones”. ¿Cómo?
Ya sé que es una prerrogativa de la
máxima autoridad del parlamento, pero no me parece bien. Entiendo que lo que un diputado expone en el
hemiciclo cuando está en el uso de la palabra, debería quedar siempre
registrado, sin perder un punto ni una coma. Para eso están los taquígrafos y estenotipistas.
Las gentes y la historia tenemos derecho a saber lo que han dicho nuestros
“representantes” (lo pongo entre comillas porque en la realidad no se
representan más que a ellos mismos y a su partido). Y si un diputado se
comporta como un chulito verbenero, como un matón de película mala, como un
macarra barriobajero … tenemos derecho a saberlo. Sobre todo, creo que tenemos
derecho a que su comportamiento sea conocido por los tiempos venideros, para
que no haya dudas de quién debe ser reconocido como “señoría” y quién no merece
más que el desprecio y el descrédito.
Más diría, tenemos derecho a saber
quienes se duermen en las sesiones, hablan, o juegan con móviles y tabletas,
quienes se dedican a actividades distintas de las parlamentarias. Lo menos que
debe mostrar un diputado es respeto, respeto a los demás diputados, a los
ciudadanos que representa y a la institución que le acoge.
Lamparilla
(Todo esto es consecuencia de que no sólo
de zarzuelerías vive el hombre).
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