Filosofías de barbero.
¡Vamos, vamos! ¡Venga! ¡Rápido!
¡A toda velocidad!
Estas palabras son signos de
nuestro tiempo. El hombre de nuestro siglo, el más moderno y tecnológico de
cuantos hemos tenido, tiene en ellas una de las bases que le identifica.
Hoy día, todo lo que hacemos,
decimos o pensamos, lleva consigo el acompañamiento de la celeridad. Tan
deprisa vamos que ni siquiera nos damos cuenta de lo que esto significa;
actuamos tan rápido que estamos muy cerca de ganar al mismísimo tiempo. Y esto
no es bueno.
Viajamos tan deprisa de un lugar
a otro, que no tenemos el tiempo necesario para contemplar la belleza del
paisaje que atravesamos. Y lo que no se ve, no se siente, no se comprende, no
se disfruta.
Buscamos respuestas a nuestros
problemas individuales y colectivos con tanta celeridad, que las soluciones
resultan precipitadas, insensatas y pintorescas. Y un problema sin reflexión no
se resuelve.
Hablamos con tanta velocidad que
no pensamos lo que decimos. Pero no importa: basta con decir lo contrario al
instante siguiente.
Preferimos leer el resumen de una
novela que deleitarnos en la belleza descriptiva de su prosa, en la fuerza
expresiva de sus palabras. Pasamos la vista por los titulares y ya hemos leído
el periódico.
Del culto a la velocidad hemos
llegado casi a una religión cuyo único mandamiento es: el tiempo es oro.
Hemos sido capaces de inventar
artilugios y máquinas para emplear el menor tiempo posible la actividad que
sea.
Y esto no es bueno. El hombre es
un animal con muchas cualidades, pero no es la velocidad una de las más
destacadas. Cualquier felino es más rápido que nosotros; casi todos los
insectos son capaces de reaccionar ante cualquier estímulo, especialmente si
representa un peligro, con mayor celeridad que nosotros. Y el que es más lento,
es porque no necesita ser más rápido.
A las características físicas del
hombre, le han sido añadidas la capacidad de disfrutar de la belleza, de la
música, del sonido de las palabras, … del tiempo.
Hay que probarlo y entrenarse.
Merece la pena.
Siéntese tranquilamente y
disfrute de la puesta del sol. Contémplela y no haga otra cosa. No mire el
reloj. Escuche una buena música. Nada más. No comparta ese tiempo con nada.
Sólo escuche.
Lea un poema tranquilamente, pronunciando
cada palabra, mercando el ritmo de los versos. Déjese acariciar por la cadencia
de la poesía.
Hágalo con frecuencia. No va a
vivir usted ni un segundo más, ni un segundo menos. Pero los que viva llenarán
su espíritu de gozo, de belleza, de paz interior. Le parecerán segundos más
largos. Quizá consiga usted la sensación de haber ganado tiempo.
Y piense que una de las pocas
cosas que se libran de esta epidemia de la velocidad sea la música. Hoy por
hoy, es imposible escuchar una Novena
Sinfonía de Beethoven sin dedicarle sus 60 buenos minutos. Podemos
“aprovechar” ese tiempo y hacer otras cosas: leer, navegar por internet, pasar
la aspiradora … pero la Coral sigue requiriendo sus 3.600 segundos, o
unos pocos más; uno tras otro. Y si no
se los dedicamos, ella no nos entregará su belleza imponente.
Lamparilla
(Todo esto es
consecuencia de que no sólo de zarzuelerías vive el hombre).
Cierto. Cada vez mas deprisa y sin disfrutar de nada de lo que hacemos. Me tomo nota para reservar esos 60 minutos para disfrutar de la novena.
ResponderEliminarUn saludo!