Hil.
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¡Vaya
escándalo! ¡Menudo cisco se va a formar! ¡Me río yo de la batalla de las
Termópilas!
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Seb.
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¿Qué
pasa? ¡Me asusta usted, Don Hilarión!
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Hil.
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¡Un
terremoto! ¡Una hecatombe! ¡Un fin del mundo!
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Seb.
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¡Por
Dios, Don Hilarión! ¡Olvídese de adjetivos catastróficos y dígame qué ocurre!
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Hil.
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Escuche, escuche. Esta mañana, al abrir el Museo
del Prado, ¿qué dirá que ha encontrado uno de los vigilantes en la sala de
Las Meninas?
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Seb.
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¡Qué
sé yo! ¿Una gotera! Como dicen que no hay presupuesto …
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Hil.
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¡Qué
gotera! ¡Un atentado¡ ¡Un crimen!
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Seb.
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¿Un
visitante muerto?
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Hil.
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¡Peor!
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Seb.
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¿Mas
de uno?
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Hil.
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No,
hombre, no… Nada de óbitos ni fallecimientos. El crimen es artístico, el
atentado es cultural. Escuche: Alguien ha colocado un pequinés al lado del
imponente mastín que pintó Velázquez.
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Seb.
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¿Un
pequinés? ¡Qué barbaridad! No, si ya
decía yo que los chinos nos iban a invadir.
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Hil.
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¡Qué
chinos, ni qué chinos! ¡Un perro! ¡Un perro pequinés!
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Seb.
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¡Un
perro! ¿Y lo han pintado?
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Hil.
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No,
no. Es una pegatina que, con mucho cuidado, se puede quitar sin que afecte al
cuadro.
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Seb.
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¡Menos
mal! ¿Y qué dice el Director, el Alcalde, el Presidente de la Comunidad, el
Ministro, el Jefe del Gobierno, el Rey? …
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Hil.
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Nada.
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Seb.
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Como
siempre, silencio administrativo. Esperar a que escampe.
Supongo
que pedirán tranquilidad, sosiego y calma, cuando ante una cosa como esa
hierve la sangre, se inyectan los ojos, se crispan las manos, y todos los
recovecos del alma artística de uno piden justicia y castigo.
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Hil.
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No
se altere, amigo mío. Si digo que nada es porque no es verdad. Lo que le he
contado a usted es una milonga.
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Seb.
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¡Caramba,
Don Hilarión, usted siempre tan musical!
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Hil.
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¡Perdón,
perdón, perdón! Perdóneme que haya abusado de esta manera, pero necesitaba
reconocer su reacción ante un desastre, un dislate, un desprecio artístico semejante.
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Seb.
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Y,
¿para qué?, si puede saberse.
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Hil.
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Porque
no acabo de entender por qué no reaccionamos de la misma manera cuando en la
zarzuela nos dan gato por liebre, o pequinés por mastín, que viene a ser lo
mismo. Cuando nos toman el pelo y nos engañan como a chinos.
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Seb.
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¡Y
dale con lo oriental! Está usted exótico.
Pero
todo esto viene por algo; algo que oculta en la manga.
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Hil.
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¡Que
bien me conoce usted, amigo mío! Toda
esta puesta en escena viene a cuento porque me ha llegado el rumor de que en
una función de Luisa Fernanda
pretenden añadir una romanza de otra zarzuela.
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Seb.
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¡Qué
me dice! Me deja usted maravillado.
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Hil.
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Por
favor, Don Sebastián, no se burle.
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Seb.
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Perdone.
Quise decir anonadado, suspendido, a la par que molesto e indignado. ¡Qué
barbaridad! ¡Sí señor, maravillado!
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Hil.
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Pero,
es lo que yo me pregunto: ¿Le hacen falta añadidos a la Luisa?
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Seb.
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A
mí me parece que no; la Luisa es
una obra de arte completa, redonda, compacta, cerrada. Está perfecta como
está.
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Hil.
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Pero
ni a la Luisa, ni a la Francisquita, ni a la María Manuela, ni a la Chulapona, ni a… En fin, es la historia de siempre.
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Seb.
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Y
no tiene fácil solución. Porque mucha gente lo admite, lo tolera y lo
aplaude. Y no se para a pensar si la carne que le dan es gato o liebre.
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Hil.
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Yo
creo que la cosa es peor. Si nos pusiéramos a la puerta del Prado, seguro que
oiríamos a más de uno decir: “¡Qué mono está el pequinés! Usted me entiende. ¡Ay,
Dios!
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Seb.
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¿Con
H o sin H!, digo lo de Dios…
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Hil.
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Sin
H, desde luego.
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Seb.
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Menos
mal que lo del pequinés era una pegatina.
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Hil.
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¿Qué
quiere usted decir?
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Seb.
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Que
se puede quitar y el cuadro volverá a verse como siempre. Y si a la Luisa le quitamos el añadido, seguirá
quedándonos una maravilla.
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Hil.
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¡Que
Dios le oiga!
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