Seb.
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¡Qué
tristeza traigo, Don Hilarión! Tengo la moral en el suelo, hasta me cuesta
articular las palabras.
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Hil.
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¿Qué
le pasa, amigo mío? ¿Alguna calamidad familiar? ¿Algún malestar del cuerpo?
Porque si se trata de eso, ya sabe usted que toda mi botica está a su
disposición.
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Seb.
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No,
no. No es ningún mal del cuerpo, es una tristeza del alma.
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Hil.
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Para
eso tengo pocas boticas pero siempre me dijeron que escuchar al enfermo le
alivia. Así que soy todo oídos. Hable, desahóguese, cuénteme su pena y dígame
qué le aflige. Comparta conmigo sus preocupaciones. ¿Por qué está triste?
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Seb.
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No
sé si debo … A lo peor, en lugar de aliviarme yo, le entristezco a usted.
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Hil.
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Corramos
el riesgo. Los amigos están para las duras y las maduras. Hable, hable usted.
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Seb.
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Pues
verá. Hace un par de días visité un pueblo importante cuyo nombre voy a
omitir, por razones que usted sabrá comprender. Un pueblo tranquilo, limpio, muy
interesante. Al pasar por su plaza, vi el quiosco de la música. ¡Pero lo vi
mudo!
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Hil.
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Bueno,
Don Sebastián, usted y yo hemos visto muchos quioscos de música “mudos”, como
usted dice. Es normal, no siempre hay algún concierto en ellos.
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Seb.
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Lo
se. pero no es eso. Esta vez, sin razón aparente, al contemplar el quiosco he
notado una sensación extraña, parecida a la que experimento cuanto entro a
una iglesia desacralizada: ahí están
los retablos, los cuadros, las imágenes …, pero falta algo. ¿No le ocurre a
usted algo parecido?
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Hil.
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Ahora que lo dice… La verdad es que sí, y eso
que, como usted sabe, soy poco religioso.
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Seb.
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Al
mirar el quiosco y su afiligranada estructura de hierro, he sentido que la
música no estaba. Sospecho que ya no lo ocupa la banda, que ya no surgen de
su interior el pasodoble, la canción popular, o el popurrí de las mejores
zarzuelas. Esos preludios brillantemente tocados por toda la banda; esas
romanzas cantadas por la trompeta, sustituyendo a la voz humana…
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Hil.
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Es
verdad. ¡Cuántas horas he pasado junto a un quiosco escuchando la música que
de él nacía!
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Seb.
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¡Qué
recuerdos! Ahora mismo escucho el poderío de las trompas, o el aterciopelado
sonido de flautas y clarinetes. Y el delicioso chin-chin de los platillos, o el redoble
poderoso de los timbales.
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Hil.
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Yo
también oigo sonidos parecidos, pero no es tristeza, Don Sebastián, eso es
nostalgia.
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Seb.
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¿Y
no es un poco lo mismo?
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Hil.
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¡No,
señor! ¡Ni mucho menos! La tristeza
surge de algo malo, de algo perdido que nos produce desasosiego, depresión e
incluso, dolor físico. La nostalgia es
añoranza y recuerdo de cosas y momentos buenos. Uno siente nostalgia de aquella
impresionante puesta de sol en buena compañía; de la primera vez que vio el
mar, o del amanecer balbuciente contemplado desde la cima de una montaña.
¿Recuerda
usted aquel concierto de la banda donde escuchamos juntos, a poco de
estrenarse, La canción del olvido?
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Seb.
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¡Claro
que sí! ¡Nunca olvidaré aquella
canción!
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Hil.
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¿Y
la marcialidad del “soldado de Nápoles”?
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Seb.
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Confieso
que luego le he tomado un poco de tirria al dichoso soldadito, pero sigo
acordándome de aquella primera vez.
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Hil.
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¿Y
qué me dice de las fantasías de música
de Barbieri? ¿De El barberillo o de Jugar
con fuego?
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Seb.
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¿Y
el garboso bolero de Los diamantes?
¿O el salero de La Calesera?
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Hil.
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¿O
la virilidad del “canto a Murcia”, de La
parranda?
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Seb.
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O
la delicadeza de la amorosa romanza final de Luisa Fernanda, la de “por lo encinares de mi Extremadura”.
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Hil.
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La
verdad es que las bandas de música han hecho un servicio fundamental a la
comunidad. Han sido ellas las que han llevado la música, toda clase la música,
a lugares donde, de otra forma no habría llegado. Casi siempre con mucho
esfuerzo, con mucha vocación y no poco trabajo, las bandas han dado vida a la
música.
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Seb.
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¡Qué
verdad es! Si no hubiera sido por ellas… ¿No le parece a usted que está por reconocer,
y agradecer, la labor social de las bandas?
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Hil.
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¡Claro
que sí! Pero ya sabe usted que el ser humano es, no diría que desagradecido,
pero sí olvidadizo.
Por
suerte, aún quedan gentes como usted que se emocionan ante un quisco de
música mudo. Pero no debe sentir tristeza, nostalgia sí, porque la nostalgia
es recuerdo y recordar es volver a vivir.
Y,
dígame, ¿no había en ese quiosco niños jugando?
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Seb.
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Ahora
que lo menciona usted, sí.
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Hil.
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Pues
ahí tiene usted la esperanza. La música inolvidable del quiosco estaría
penetrando en ellos sutilmente, sin que por sus juegos, lo adviertan. Alguno,
dentro de un tiempo, tocará en la banda del pueblo, o será compositor y ese
quiosco volverá a ser templo, no sólo templete, de la música.
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Seb.
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¡Es
usted un poeta, Don Hilarión!
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Hil.
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¡Qué
va! Solo soy boticario … y zarzuelero apasionado. ¡Ah, y admirador del otro
sexo!
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Seb.
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Querrá
usted decir del bello sexo.
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Hil.
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No,
no, si dijera del bello, me perdería más de la mitad de las mujeres.
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