Seb.
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Buenos
días, Don Hilarión.
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Hil.
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Buen
día, Don Sebastián. ¿Cómo le va a usted?
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Seb.
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Pues
con la normalidad que es habitual en estos tiempos por los que transita
nuestro deambular vital consuetudinario.
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Hil.
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¡Cómo
dice!
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Seb.
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Lo
que ha oído.
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Hil.
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No,
si le he entendido. Digo que ¡cómo lo ha dicho! ¡Con qué construcción
retórica, con qué fórmula explicativas! ¿A qué viene esto?
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Seb.
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Perdóneme,
Don Hilarión, pero es que estoy ensayando.
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Hil.
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Ensayando,
¿para qué?
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Seb.
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Verá
usted. Esta tarde he sido invitado a una reunión social en una casa
distinguida, como las que se hacían antes. Y, la verdad, cómo uno no tiene
costumbre…
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Hil.
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Una
reunión como las de antes.
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Seb.
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Creo
que sí.
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Hil.
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¡Ah,
bueno! ¡Eso es estupendo! ¡Ay, si yo pudiera! No sabe usted la ilusión que me
haría ir, de vez en cuando, a una de esas reuniones.
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Seb.
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Pues
a mí me inquieta un poco. Porque no sé bien cómo actuar. No tengo costumbre,
ya le digo.
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Hil.
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No
se preocupe. Pórtese con normalidad y todo irá bien. Mi único consejo es que
no trate de sobreactuar, ni se haga el torpe porque la gente se da cuenta
enseguida, aunque no lo parezca.
¡Ah,
qué recuerdos vienen a mi memoria!
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Seb.
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Cuente,
cuente usted, por favor. ¡A ver si saco algo!
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Hil.
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Pues
verá. Recuerdo las tertulias entre los hombres, reunidos solos en un
gabinete. Se hablaba de política, de finanzas y, algunas veces, no muchas, de
señoras.
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Seb.
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¿Y
usted intervenía?
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Hil.
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Yo,
la verdad poco. Lo estrictamente inevitable. Los políticos son temas muy
delicados en los que no tengo demasiada experiencia.
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Seb.
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¡Hombre,
Don Sebastián! ¡En cosas de mujeres … tiene usted fama!
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Hil.
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¡Y
procuro mantenerla! Pero –guárdeme el secreto– no se engañe, una cosa es que
me gusten las féminas, que me gustan, y otra conocerlas, y otra muy distinta
tener experiencia sobre ellas. Mire usted, amigo mío, a las mujeres, así, en
general, no las entiende nadie …
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Seb.
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¿Y
ellas? ¿Qué hacían?
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Hil.
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Ellas,
en otro saloncito, hablaban … de sus cosas. Del servicio doméstico, de modas
… Y supongo que de hombres, porque a veces se escuchaban risitas y unos ayes
exclamativos que sólo se producen cuando el tema es de orden erótico. En fin,
conversaciones mundanas.
Luego
estaba la merienda.
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Seb.
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¿La
merienda, dice usted?
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Hil.
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Sí,
sí, claro. Allí había de todo; la merienda era un abanico de posibilidades
que iba desde un escueto café con pastas, casi conventual, a una verdadera
orgía de consumibles, con derroche de sabores, capaces de poner en juego las
inmensas posibilidades de nuestro sentido del gusto.
En
este momento de la tarde hombres y mujeres se juntaban. Era la ocasión de
cambiar alguna palabra con las damiselas más apetecibles, de cumplimentar educadamente
a las damas con más de cuatro décadas a sus espaldas.
Pero
lo que más recuerdo era la música. En las residencias de postín había música,
generalmente piano y canto. De todas clases y, nunca faltaba la zarzuela.
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Seb.
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¿Dice
usted zarzuela?
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Hil.
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Claro,
claro. Tenga en cuenta que, si una zarzuela tenía éxito, enseguida se
editaban arreglos de los números de mayor impacto. Las romanzas y los dúos se
vendían muy bien y se cantaban mucho en casas particulares.
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Seb.
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Pero,
¿se cantaba bien?
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Hil.
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Había
de todo, personas con una oreja enfrente de la otra, y otras de un gusto
musical exquisito. Y muchos buenos profesionales eran invitados a ciertas
casas.
De
todo, como se dice, pero cuando uno tenía la suerte de escuchar a una gran
soprano, o a un vibrante tenor, en una sala pequeña era … como si cantara
para ti solo. Y créame, Don Sebastián, esto es una experiencia increíble.
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Seb.
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Me
lo imagino. En un teatro uno puede
estar lejos, la acústica influye mucho … `pero en un saloncito doméstico …
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Hil.
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Se
escucha todo. Las gradaciones dinámicas, los pianísimos casi inaudibles que
obligan a contener la respiración para que no moleste ni el ruido del aire al
entrar en tus pulmones; los cambios de color de la voz, la intensidad
emocional de esas melodías redondas, la fuerza de los acentos musicales, la
claridad de la dicción… La expresión de las manos, de la cara, de los ojos …
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Seb.
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Por
cómo lo cuenta usted debe ser toda una experiencia.
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Hil.
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Lo
es, claro que lo es. Cuando se tiene ocasión de escuchar una romanza en esas
condiciones, es casi como una revelación. No se olvida nunca.
Mire
que yo he asistido a centenares de representaciones de zarzuela de todas
clases. Sabe usted que he escuchado en el teatro a los mejores cantantes…
Pero como en esas reuniones…
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Seb.
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Entonces,
¿por qué no se siguen haciendo?
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Hil.
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¡Ay,
Don Sebastián! ¡La vida! Hemos cambiado mucho y no sé si para bien. Ahora no
hay tiempo, todo el mundo está ocupadísimo y estresado. Tampoco nuestras
casas ofrecen condiciones, ni hay piano en ellas, ni aficionados que canten
por el mero hecho de cantar. Y esto sólo podría funcionar como una reunión de
amigos.
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Seb.
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Y
luego está lo de la merienda.
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Hil.
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Sí,
sí, claro. Al precio que se han puesto las viandas, juntar a ocho o diez
amigos, puede salir por un ojo de la
cara.
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Seb.
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¡Y
no está la vida para ir tuerto por ella!
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