Pensamientos
de un barbero.
La
impaciencia, y la impotencia, iban ganando terreno pero una voz de mi mujer
vino a salvar la situación. Desde el dormitorio la oí llamar, con cierta
premura: “¡Tráeme el “flifli!”! (lo pongo entre comillas porque el vocablo
“flifli” no está registrado en el Diccionario
de la Academia ¿A qué esperan para ponerlo?).
Pregunté:
¿Qué pasa?
-
¡Que he visto al mosquito!
Debo
explicar que el mosquito en cuestión es casi de casa. Son muchas las noches que
nos pica inmisericorde, aunque, eso sí, antes nos avisa con su clásico zumbido.
El proceso de la picadura lo tiene el díptero perfectamente integrado en su
comportamiento, debe llevarlo grabado en su ADN: primero zumba cerca de la
cabeza, provocando en su futura víctima (mi mujer o yo) una situación de
duermevela y alerta, que nos hace mover las manos para tratar de espantarle.
Acción inútil, desde luego; el bicho lo sabe, porque suele dar dos o tres
pasadas delante de nuestras narices y alrededor de las orejas; nosotros
manoteamos inútilmente, porque, a la postre, el mosquito nos pica, en un brazo
o en una pierna (Hemos tenido algún mosquito verdaderamente arriesgado y
valeroso que ha tenido la osadía de picarnos en la frente o en el lóbulo
orejil, lo cual es muestra de auténtico recochineo).
El de hoy
no era de estos mosquitos “de élite”. Es igual.
He
entregado a mi esposa el “flifli”, sabiendo el destino que quería darle. No me
he atrevido a sacar mi vena ecologista y decirle que no hay por qué matar al
bicho; que eso puede alterar una de las cadenas existenciales de la Naturaleza
(si usted mata a un mosquito, sepa que alguno de sus depredadores naturales se
queda sin comer, y usted será el responsable), que si se enteran los de esas
organizaciones que defienden a ultranza a semejantes animalitos, le puede
costar un disgusto; que lo mismo se trata de una especia protegida… Pero, la
verdad, no me he atrevido a levantar la voz, ¡todo sea por la armonía familiar
y la conciliación matrimonial! En esta vida hay momentos en los que uno tiene
que tomar decisiones y sacrificar algo menor en busca de un bien mayor.
Total,
que mi mujer ha cogido el “flifli”, ha apuntado con él al mosquito desde una
distancia adecuada, y le ha rociado con una buena ración de insecticida. Perfumada,
desde luego, pero seguramente excesiva. El díptero ha caído, a plomo al suelo
(si no muere por el “flí”, es occiso por el batacazo) y mi mujer ha celebrado
su óbito, con un grito de júbilo: ¡Ya está! A continuación ha puesto la
aspiradora en marcha y, acercando el tubo, lo ha engullido sin reparo ni
consideración ninguna.
Y, ¿ahora
qué hago yo? He sido testigo, y colaborador necesario, de un asesinato
ecológico, premeditado y con agravante de abuso de poder. ¿Qué debo hacer?
¿Denunciarlo como un buen ciudadano, preocupado por mantener el equilibrio
ecológico de este planeta al que muchos desalmados no prestan la mínima
atención? O, por el contrario. ¿debo callar para mantener la unidad familiar firme
y sin mácula, y que no se resienta la base fundamental de la convivencia social
del género humano? ¿Debería hacer lo mismo si en lugar de un mosquito, mi
señora esposa hubiera liquidado a una de esas abejas asesinas, o los cerdos
vietnamitas que invaden campos, calles y paseos, o los cangrejos americanos que
se meriendan a los hispanos (no tan altos y guapos, pero más jugosos), …
Las
preguntas no dejaban de bombardear mi cerebro, cada vez más agobiado. ¿Era
mosquito o mosquita? Si fuera lo primero, podría ser un “mosquito padre de
familia”, con lo que su posible prole ha quedado huérfana. Si fuera “mosquita”,
la cosa es más grave, porque con su asesinato he desgajado una de las ramas del
antiquísimo árbol genealógico de los mosquitos.
De nuevo
la voz de mi mujer me ha sacado del ensimismamiento intelectual: “Ya puedes
guardar el “flifli”. Lo ha dicho con orgullo y satisfacción, con la certeza de
haber realizado una labor encomiable. Sin el mínimo asomo de remordimiento.
¡Cualquiera
le replica! ¡Y menos si tiene el “flifli” en la mano!
Lamparilla
(Todo esto es consecuencia de que no sólo
de zarzuelerías vive el hombre).
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