María Moliner. (Ópera documental en dos actos y diez escenas, de Lucía Vilanova.
Música de Antoni Parera Fons). C. Faus. S. Ferrández. C. Alcedo. M.J. Suárez.
L. Casariego. J.J. Frontal. S. Peris. G. López. D. Oller. T. Marsol.
Movimiento
escénico: C. Martos de la Vega.Vestuario: M. Araujo. Diseño de video: P.
Chamizo. Iluminación: P. Yagüe. Dirección de escena y escenografía: Paco
Azorín. Coro del Teatro de la zarzuela (Dtor.: Antonio Fauró). Orquesta de la
Comunidad de Madrid. Dirección musical: Víctor Pablo Pérez. Teatro de la
Zarzuela, de Madrid, 19 de abril de 12016.
En cierto modo
podría decirse que María Juana Moliner Ruiz (Zaragoza, 1900–Madrid, 1981) pasó
media vida luchando contra el silencio, contra el silencio provocado por la
situación política tras la Guerra Civil, y contra el silencio que produce el
olvido que sufrió en sus últimos años. Y para quien dedicó su vida a las
palabras, el silencio debió ser un poderoso enemigo. María Moliner no pudo
vencer al segundo, pero hizo frente al primero y le venció con su célebre Diccionario de uso del español, ese
magnífico libro con el que también sometió a quienes la señalaban poniendo el
dedo en los labios.
La ópera María Moliner, de Vilanova y Parera Fons
se define como “documental”, término que en su Diccionario tiene, entre otras dos, esta definición: “Se aplica a las
películas sin argumento o con uno sin importancia cuyo valor es principalmente
informativo o instructivo”. Eso me pareció en algunos momentos, un documental, por su planteamiento discursivo
y, quizá, por la presencia de filmaciones que muestran distintos momentos de la
vida de la protagonista. Ese carácter “documental” se muestra en un texto
escueto, con no demasiado vuelo literario, que me hubiera gustado, en general, algo
más intenso. La música cantada se mueve en una franja sencilla, sin extremos ni
virtuosismos, en una especie de recitativo permanente sin que aparezcan los habituales
ritmos y melodías que el público tradicional del teatro espera. El
acompañamiento de la orquesta me ha parecido muy bueno, dejando siempre que sea
la voz la que domine el discurso, permitiendo que la palabra se entienda y, al
tiempo, rodeándola de un marco sonoro y colorista que va desde el suave retrato
de un paisaje hasta el enérgico subrayado de una situación violenta.
Debo decir que María Moliner, en general, me gustó, y también gustó al público
que, al finalizar, se mantuvo en el teatro aplaudiendo con entusiasmo a los
autores y a los intérpretes, aunque, como suele ser habitual en estas
ocasiones, hubo alguna deserción en el intermedio. Destacaré, además de la
presencia de la pareja protagonista, tres escenas: el diálogo de María con
Goyanes, el sufrido linotipista que compuso el Diccionario; la del apoyo de las “académicas”, y la de la sesión de
la Academia que ridiculiza a la lexicógrafa por haber tenido la osadía de
criticar al diccionario oficial.
El trabajo
interpretativo fue excelente. María
Moliner es obra prácticamente para
la mezzosoprano protagonista; todo el tiempo, 95 minutos, en escena y cantando.
La valenciana Cristina Faus dio vida a la mujer de las palabras con intensidad
dramática, y con presencia escénica convincente. José Julián Frontal, barítono
que dio vida a Fernando, el marido, en un rol de menor relevancia, realizó un
trabajo muy encomiable; la parte vocal no presenta dificultades, pero en lo
actoral estuvo convincente. Goyanes, el resignado linotipista, fue defendido
eficazmente por el barítono valenciano Sebastià Peris; su corto papel caló en
el auditorio. Celia Alcedo, María José Suárez y Lola Casariegos, dieron vida,
respectivamente a los personajes de Emilia Pardo Bazán, Isidra de Guzmán y de
la Cerda y Gertrudis Gómez de Avellaneda. Junto a ellas intervino Sandra
Fernández que, además de personificar a Carmen Conde, hizo el papel de
Inspectora del Seu, la violenta y acusadora comisaria política. Todas
estuvieron a la altura. Por último, Gerardo López, David Oller y Toni Marsol,
fueron el personaje de “El Almanaque”, los tres, desde distintos lugares de la
sala del teatro, sitúan en el tiempo cada una de las diez escenas de la ópera.
La escenografía está
constituida por dos grandes escaleras metálicas que giran y dan lugar a que
haya un movimiento escénico que, de no existir, dejaría las tablas en un simple
cuarto de trabajo, con una mesa, una silla y una máquina de escribir que fueron
las compañeras de María durante los quince años que tardó en componer su
diccionario.
Mención especial para
Juan Pons que dio vida al Sillón B de la Rae; una intervención breve pero
maestra, podría decirse que “académica”, en el mejor sentido del término. Un lujo
que el público supo agradecer.
En resumen, María Moliner, ha sido una buena
aportación al teatro lírico nacional; un acierto de quienes rigieron el teatro cuando se puso
en marcha y de quienes tienen ahora la responsabilidad del mismo por mantener
el proyecto en marcha. Es posible que volvamos a tener ocasión de ver esta María Moliner, pues creo que tendría
público para más de las cinco funciones ofertadas.
Vidal
Hernando
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