Aunque se llame zarzuela .... no tiene música |
Seb.
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Buenos
días, Don Hilarión.
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Hil.
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Buenos
días. ¿Cómo está usted en esta espléndida mañana primaveral?
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Seb.
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Bien,
sin novedad, como siempre.
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Hil.
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Me
alegro, porque los cambios a nuestras edades, y usted perdone la manera de
señalar, son más malos que buenos. ¿Quiere usted tomar una zarzaparrilla?
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Seb.
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No,
prefiero un zumo de naranja o de limón. Parece que vienen ya los calores y me
apetece algo fresco.
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Hil.
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Sí,
sí. El tiempo está como loco, que si frío, que si calor, que si tormenta, que
si calma chicha … Y eso que el anticiclón de las Azores parece que está
calladito.
¿Pero
no habrá venido usted a hablar del tiempo?
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Seb.
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No,
claro que no. Lo de la meteorología es una manera de empezar.
Lo
que yo quería es conocer su opinión sobre eso que llaman “versiones
libres” de una zarzuela.
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Hil.
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¿Versión
libre? ¿He oído bien?
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Seb.
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Sí
señor, lo ha escuchado usted perfectamente. A no ser que desde nuestra última
cita esté usted como una tapia.
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Hil.
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¿Alto?
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Seb.
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No, sordo.
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Hil.
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Bien.
La respuesta a su pregunta es fácil: De las versiones libres … ¡Dios nos
libre!
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Seb.
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¿Eso es todo?
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Hil.
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¿Para
qué más? ¿Le parece poco?
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Seb.
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¡Hombre,
qué quiere que le diga! Conociéndole, esperaba una reacción … cómo le diría …
más visceral, mas apasionada.
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Hil.
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¡Ay,
Don Sebastián! Me temo que no ha entendido usted la profundidad que contiene
esta frase: De las versiones libres … ¡Dios nos libre! Fíjese, es como una
jaculatoria, como una letanía, lo que viene a ser, una oración
superconcentrada; una cosa pequeña, pero con el mayor significado.
Que
Dios nos libre es el último recurso; hay que recurrir al Altísimo porque nadie
de los de aquí abajo tiene reaños para evitar esas “versiones”.
Analicemos
primero qué es eso de “versiones libres”.
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Seb.
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Hombre,
como su nombre indica, es una versión, o sea, que no es el original, hecha
con libertad.
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Hil.
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¡Ahí
está la clave, amigo mío! ¡En la libertad! Porque eso de libertad …
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Seb.
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¡Por
Dios, Don Hilarión! No irá usted a poner en duda la libertad. No me saldrá
usted, a estas alturas, retrógrado o antediluviano.
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Hil.
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Vamos
a ver, Don Sebastián, un poquito de tranquilidad. Echemos un traguito.
Verá
usted. La libertad es una de las grandes conquistas de la humanidad. Nadie lo
duda. Pero el problema es que, como todo, ha de tener un límite. Y cuando
esto no se entiende, pues vienen los problemas.
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Seb.
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En
eso tiene usted razón, pero ¿cuál debe ser ese límite?
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Hil.
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Muy
fácil y muy difícil: el respeto. El respeto al trabajo de otros (los autores
y los intérpretes) y el respeto al público. Y, claro, como el respeto no se
puede medir …
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Seb.
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Le
entiendo, pero no siendo la libertad un ente medible, o sujeto mensurable;
sabemos que hay algunos que se pasan. Entonces, cuando en esto del respeto
uno se pasa, pasa lo que pasa. Pero, claro, hoy no se pueden representar las
zarzuelas exactamente como hace cien años. A veces hay que ajustarlas,
adecuarlas, pulirlas …
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Hil.
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¡Natural!
Pero lo que no se puede admitir es que se hagan tantos cambios que se altera
o hasta desaparezca la esencia de la zarzuela original. Un suponer: No se
puede anunciar Château Margaux y
que le den a uno tintorro peleón; La
Gran Vía y que le muestren un solar vacío en medio del campo; o La revoltosa y que le muestren a la
“sosita” del barrio. O que nos cambien El
huésped del Sevillano por un okupa esquelético y con rastas.
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Seb.
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Pero,
mire usted, si las cosas las hacen con gracia …
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Hil.
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¿Con
gracia? ¿Qué gracia ni que dos pesetas, u sea sé, ocho cuartos? Maldita la
gracia que tiene ver al barberillo en calzoncillos, o a la Menegilda … ¡qué
se yo!
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Seb.
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¡No
se lo tome usted tan a pecho, Don Hilarión! ¡Que le va a dar algo! Piense que
son cosas intrascendentes, que no pretenden ofender a nadie, que son un mero
entretenimiento. En esto de reírnos de lo nuestro, somos los primeros del
mundo.
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Hil.
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Ya,
ya. Ya conozco las explicaciones. Como siempre: primero te meten el dedo en
el ojo y, cuando te quejas, se excusan con que no querían molestar, que no
era su intención, o, lo que es peor y más grave: que no les hemos entendido.
¡Cualquier
cosa menos admitir sus intenciones!
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Seb.
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¿Y
cuáles cree usted que serán esas intenciones?
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Hil.
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Pueden
ser varias, como es de cajón. A saber algunas: aprovechar el éxito de una
gran obra; nadie mete las manos en una obra desconocida; molestar a
colectivos que no suelen responder por prudencia; cargar una obra de
intenciones políticas que no tuvo; ganar dinero de manera fácil, …
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Seb.
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¿Y
qué se puede hacer?
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Hil.
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Lo
que le he dicho, confiar en el Altísimo.
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Seb.
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Entonces
nos acusarán de beatos o meapilas.
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Hil.
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Tiene
usted razón, Don Sebastián, tiene muchísima razón.
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