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jueves, 9 de mayo de 2013

CAPRICHOS DE LOS VIENTOS


Filosofías de barbero.
  

Goya - El invierno (o La nevada)
Iba antes de ayer hacia la calle de Atocha, al almacén donde me suministro de champuses, lociones y aguas olorosas para mi barbería. Hacía frío, como debe ser en un día de invierno madrileño y aunque el sol brillaba, sus rayos apenas templaban. Como me ocurre con frecuencia andaba, tranquilo y sin agobios –¿para qué correr?–, pensando en mis cosas, abstraído en mis preocupaciones, sin prestar atención al camino bien conocido. Subía por la calle de Jesús y  María  y al salir a la Plaza del Progreso, una bocanada de aire me golpeó en la cara. Aire de nieve cuyas ráfagas heladoras cortaban como cuchillos, viento traicionero del Guadarrama que hiere nuestro rostro como un fino punzón y cala hasta los huesos. Tuve que inclinar el cuerpo hacia delante, reacomodar el paso y apretar bien las cinchas del chambergo para enfrentar su fuerza y proseguir mi camino.

Y entonces lo vi claro: los españoles somos como el aire.


Imagino la cara de sorpresa de quien lea estas líneas, pero siga mi razonamiento y al cabo concluirá que razones no me faltan.

Quizá el aire nazca, como la lluvia, en lo más profundo de los mares. Surja en las entrañas de las como pompas que van subiendo  en busca de la superficie. Cuando llegan a ella, la presión del agua, que las ha mantenido redondas, desaparece y la burbuja se va estirando, estirando, y termina por romperse. El aire queda libre y se expande en un instante. De otros elementos, el sol, la luna, la temperatura … depende que esta liberación, sea suave y delicada, como la respiración del sueño, o destructiva como un violento ataque de tos.

Alguna de estas pompas son pequeñas y débiles y mueren (hay quien opina que la muerte es una liberación) sin llamar la atención, sin causar daños, ni siquiera se notan sus efectos. Otras burbujas son fuertes y poderosas, han soportado más y más presión de las aguas a medida que crecían. Y cuando alcanzan la superficie aún aguantan un tiempo antes de romperse, pero al fin, en esto la naturaleza es inflexible, revientan. Y cuando lo hacen, producen vendavales, tormentas y huracanes. Su aire se transforma en viento y llega hasta los confines del mundo.

España está bañada por tres mares, en esto es privilegiada. Recibe las aguas del Mare Nostrum, cálidas y amables, generando siempre confianza. Tocan en ella, también, las del Mar Cantábrico, frías, recias, duras, traicioneras a veces, pidiendo siempre respeto; con el Cantábrico, pocas bromas. Nos rodea, en una parte importante, la Mar Océana, grande, poderosa, profunda, todavía desconocida; aún tiene, sin duda, caminos inexplorados.

Cada mar produce una burbuja diferente porque distinta es su naturaleza y el crisol que las genera. También los aires y vientos que de ellas nacen son distintos. A nuestra tierra llegan unos y otros sin que se sepa cómo ni con qué intensidad. A veces se muestran tranquilos y sosegados y se alternan educadamente, ocupando nuestro suelo. Otras se enfrentan con violencia en feroz pelea y sus embestidas nos desasosiegan, nos incomodan y hasta nos destruyen. Ocasiones no faltan en que un viento rinde pleitesía a la fortaleza de otro mostrándose humilde. Otras, el sosiego del vencido es sólo aparente, espera, agazapado, su oportunidad para desbancar al que cree opresor. No nos falta, incluso, momentos en que ni viento nos llega, como si perdieran el interés por nosotros, ¡quién sabe! si pretendiendo mostrar su indiferencia ante nuestra pequeñez.

Nos hemos acostumbrado a estas peleas de los vientos por encima de nuestras cabezas. El resultado es nuestro modo de ser, nuestra idiosincrasia, nuestro carácter general, nuestra personalidad elemental. Para lo bueno y para lo malo.

Desde hace siglos, la brisa del Mare Nostrum nos ha traído el cimiento de la cultura occidental, Grecia y Roma, con retazos y pinceladas del Medio Oriente. No hay más que darse una vuelta por el suelo patrio, en brazos de ese mismo viento para verlo y disfrutarlo. Este aire amable y cálido nos ha dado el amor por lo bello, el interés por el arte, un  alto sentido del honor y la justicia, y ha cimentado nuestra personalidad en la templanza.

El viento fuerte, vigoroso y crudo del Septentrión ha ido modelándonos con energía, preparándonos para hacer frente, a pecho descubierto, a la dureza de la vida, al hiriente pinchazo de los grandes sinsabores. Sin estos vientos, no seríamos capaces de afrontar la dureza de las catástrofes, las tragedias y los dramas sociales, para volver a levantarse y continuar el camino, renqueando, pero con la vista fija en el horizonte. Si hay que sufrir, se sufre, pero con la cabeza alta y la dignidad como inseparable compañera.

De la Mar Océana nos han llegado los misterios de las grandes civilizaciones desaparecidas en su otra orilla. Los últimos retazos de culturas ancestrales de origen incierto, vinieron a nuestra tierra –quizá fueron sus últimas boqueadas– en brazos del viento. Y con ellos, y como regalo postrero, llegaron también impagables riquezas: el oro más brillante, las plantas más útiles y nutritivas, sus costumbres y, sobre todo, la amabilidad, el respeto y el cariño de sus gentes.

Pero también es cierto que estos aires, cualquiera de los tres, trajeron –y todavía traen– miedos, violencias. incomprensiones, dudas, intransigencias, …  El viento, como la propia naturaleza, no es bueno ni malo en sí mismo; transporta, simplemente, lo que encuentra. En nosotros mismos debería estar la capacidad de apartar lo bueno de lo malo. No lo hacemos ni lo hemos hecho; no sabemos o no podemos. Quizá por eso, cuando uno de estos vientos sopla con fuerza, los resultados pueden llegar a ser catastróficos.


Lamparilla


(Todo esto es consecuencia de que no sólo de zarzuelerías vive el hombre).


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