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jueves, 11 de julio de 2013

ZARZUELAS VERANIEGAS - EL KARAOKE




Seb.
¡Cuánto me alegro de verle de nuevo, Don Hilarión! ¡Le echaba de menos!

Hil.
No será para tanto. Total, he estado fuera una semanilla.

Seb.
Ya, ya. En la playa. ¡Y casi gratis! O sea, a costa del erario.

Hil,
Pues sí. La verdad es que sí. Ya sabe usted que no soy muy partidario de esto de que el Estado sufrague ciertas cosas, pero es lo que hay…

Y, la verdad, como uno sólo no puede arreglar el mundo… pues si surge la ocasión .. sería tonto no aprovecharla.

Seb.
Bueno. ¡Déjese usted de historias y cuente, cuente!

Hil.
¡Qué quiere que le cuente! Ya sabe usted lo que son esas vacaciones “sociales”: tranquilidad (aunque hay quien no para ni un  segundo, parece que tuvieran azogue en lugar de hipertensión o artrosis); buena comida, aunque nada de lujos ni lujurias gastronómicas, playa por la mañana, alguna excursión –pagada aparte, desde luego–  gimnasias con nombres foráneos: taichí, step; terapias exóticas como el reiki. Y por las noches, diversiones populares, también con nombres extranjeros: karaokes,  gincanas,

Seb.
Hombre, esas actividades son muy buenas para mantener el cuerpo ágil y el alma en equilibrio...

Hil,
Déjese, déjese. El mejor invento para el cuerpo es la siesta en cualquiera de sus modalidades. Mire usted, desde que se inventó, que yo sepa, nadie se ha muerto de una siesta. Y, ¡dígame!, ¿cuantos se han ido al otro barrio por hacer un sobreesfuerzo, por abusar de la gimnasia o del deporte?.

Seb.
Y de zarzuela, ¿qué?

Hil.
Pues, en estos sitios, ya sabe usted. El bolo de gentes que empiezan su carrera, o que deberían haberla dado ya por terminada, y que necesitan más el aplauso que los garbanzos; algunos jóvenes de conservatorio que ponen más voluntad que recursos.

Y lo que no es ni medio presentable es lo que llaman karaoke y que consuste en que quien se cree un figura, empieza a cantar la “espada triunfadora” y al llegar el agudo se ahoga y a punto está de la embolia. Ese sujeto al que aplauden sus amigos con entusiasmo, mientras la que parece su mujer, trata de ocultarse a la vergüenza ajena. Estos personajes son de lo más entretenido. Ellos lo pasan muy bien, pero …

Seb.
Hombre, Don Hilarión, ya sabe usted mi opinión. En cada caso debemos adecuar nuestro nivel de exigencia. No es lo mismo una representación de aficionados o estudiantes, que el recital de un profesional tramposo o un pobre divo venido a menos. Todo hay que verlo con buena voluntad; debemos ser condescendientes.

Hil,
Ya, ya. Usted sabe que suelo ser bastante tolerante en estos casos.

Pero hay cosas que me resultan imposibles. Y, la verdad, créame, de lo que a veces me dan ganas es de hacer lo que Don Quijote con el retablo de Maese Pedro.

Seb.
¡No me diga!

Hil.
Lo que oye. Coger la espada y empezar a mandoblazo limpio contra quienes maltratan y violentan a un arte noble como el de la zarzuela.

Seb.
Bueno, bueno. No será para tanto …

Hil,
Mire usted, Don Sebastián, en esto del karaoke podemos encontrar dos modalidades: el acompañado y el espontáneo, el torero.

Seb.
¡Qué interesante! Y ¿cuáles son las características de cada uno?

Hil.
Verá usted. Lo que lo llamo karaoke acompañado es lo que todo el mudo conoce: la reproducción de un fondo, u acompañamiento instrumental, y la proyección  sobre una pantalla de la letra correspondiente, para que el individuo pueda cantarla, como si tuviera detrás a la orquesta.

Esta modalidad es la más sencilla. Basta ir al ritmo de la música, dejarse llevar por el acompañamiento y fijarse en la letras. A pesar de esto, los protagonistas suelen meter la pata ostensiblemente: desafinan como bellacos, no respetan los tiempos y mucho menos los silencios; ellos van a su velocidad, y si la música va detrás, no importa: se paran y la esperan. Pero, ¡ay, amigo!, cuando se reincorporan surge otro problema: han esperado demasiado y tienen que acelerar;  dan tres o cuatro traspiés en la letra, se comen media palabra o frase entera y, cuando consiguen acoplarse al ritmo musical, no son capaces de controlar la inercia cantatriz adquirida y se desbocan. ¡Y vuelta a empezar!

Seb.
¿Y el karaoke taurino?

Hil,
¡Ése es el peor! ¡Auténticamente peligroso! Quien lo practica es lo más audaz y descarado; no tiene miedo al peligro ni respeto a sus amigos y congéneres.

Se motiva con mucha facilidad: un par de copitas o una ligera provocación (eso de “¿a que no te atreves?”), y es capaz de arrancarse con el “Canto a Murcia”, el pasodoble “Valencia”, la popularísima canción “Granada”, o cualquier ora cosa brillante y vistosa.

Seb.
Per ¡eso es muy divertido!

Hil.
¿Divertido? Es insufrible. Verá usted: Creyéndose capaz de alcanzar la luna, empieza uno o dos tonos más alto de la cuenta; poco a poco se va congestionando; las orejas se le ponen coloradas, los ojos parecen salírse de sus cuencas, las venas del cuello se le hinchan. Seguramente tiene la presión arterial como los precios, y el corazón está a punto de estallarle.

Seb.
O sea, que le puede dar un síncope.

Hil.
Pero no le da. Se ahoga, se atraganta, tose … y nada. A los pocos minutos está en condiciones de volver a intentarlo.

Seb.
¿Es que quiere usted que se muera?

Hil,
No, tanto como eso… Pero mire usted, se se quedara mudo… al menos durante las vacaciones…

Seb.
Bueno, bueno. Me hago cargo. Comprendo que a usted, un zarzuelero de los más  exigentes que conozco, le moleste. Pero, compréndalo, hay gentes que tienen necesidad de expresarse, que necesitar dar salida a lo que llevan dentro … que, se sienten artistas…

Hil.
Mire usted, querido amigo. Yo soy hombre prudente, liberal y caritativo. Estoy dispuesto a transigir con muchas cosas, a cumplir con las bienaventuranzas (eso de dar posada al peregrino, de comer al hambriento, de beber al sediento, etcétera). Pero cuando me encuentro con uno de estos karaokistas, que a veces ni siquiera necesitan del karaoke, tengo que hacer esfuerzos titánicos para no perder el control y salvar al mundo lírico de un virus peligrosísimo. Porque, no sé si se lo he dicho, estos sujetos son contagiosos.

Seb.
Le comprendo, pero no será para tanto. Seguro que la gente se divierte y lo pasa bien.

Hil.
¿Qué no será para tanto? Mire usted, Don Sebastián, sólo hay una cosa peor.

Seb.
¿Y es?

Hil,
Hágase el croquis. Va usted entrando en el mar, poquito a poco, despacito, para acostumbrar al cuerpo a la diferente temperatura. Ya sabe usted: dos o tres pasos y un descansito; mirada al horizonte, inspiración profunda y un saltito cuando viene una pequeña ola. De pronto, escucha usted, por detrás, un ruido enorme, exagerado; se da la vuelta para ver de dónde procede, y se encuentra con un energúmeno que corre como un poseso hacia el agua. A cada paso baña a todo lo que está a su alrededor. A usted le empapa; la sensación es horrible; el frío del agua marina le azota con crueldad. El individuo ha destrozado su pausado y cauteloso acercamiento al mar inmenso.

Y usted tiene que aguantarse las ganas de dar una lección al niñato ese que, de repente,  ha destrozado su acercamiento al baño, su ritual de iniciación para penetrar en el inmenso mar.

Seb.
Hombre, eso sí es muy desagradable.

Hil.
Pues lo del karaoke tauromáco es casi lo mismo. ¡Un atentado!


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