Seb.
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Buenos días, don Hilarión,
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Hil
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Buenos días, don Sebastián. ¿Cómo va esa salud?
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Seb.
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Perfectamente, al menos por lo que se puede ver desde
fuera.
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Hil.
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Buena señal, amigo mío, buena señal. No olvide usted el
aforismo de la sabiduría popular: la cara es el espejo del alma.
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Seb.
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Dígame, don
Hilarión. ¿Usted cree que habría que
enseñar la zarzuela en las escuelas?
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Hil.
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Me deja usted
descolocado. ¿A qué viene esa pregunta?
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Seb.
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La traigo a
colación porque he visto que la próxima temporada se anuncian dos programas
infantiles (o de zarzuela infantil) para colegios y familias.
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Hil.
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Vamos a ver. El
interrogante tiene su miga y se presta
a muchas lucubraciones del
intelecto. pero, vamos, así, a bote pronto, de sopetón, yo le diría que ni
sí, ni no, sino todo lo contrario; que no siendo indispensable, tampoco
resultará contraproducente.
Porque,
pregunto yo, ¿qué necesidad tiene un infante, máxime si todavía mantiene la
dentición láctea, de aprenderse de corrido, los ríos y los montes de la
Conchinchina, si de mediano ni de grande va a ir más allá de la Villa de
Vallecas. ¿Y qué me dice de la maldita lista de los reyes godos.
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Seb.
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Respire usted
un poco y céntrese en la pregunta, porque me da en la nariz que todo ese
discurso no es más que un circunloquio indefinido. Vamos, un darle vueltas a
la madeja, buscando el hilo para deshacerla.
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Hil.
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Es que me ha
pillado usted de improviso, o sea in
albis. Tenía que ganar tiempo.
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Seb.
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Bien. Perdóneme
el asalto, pero conteste a la pregunta. ¿Habría que enseñar la zarzuela en
las escuelas?
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Hil.
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Pues aunque a
usted le parezca que arrojo cantos rodados sobre la cubierta de mi domicilio,
o sea, que tiro piedras contra mi tejado, le diría que no.
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Seb.
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Así,
radical. ¿Y puede usted
explicarse un poquito?
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Hil.
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Sí,
señor. Tengo varias
razones. En primer lugar, me parece que en la escuela, los niños deben
aprender lo básico: leer, escribir, lo que son las cuatro reglas y alguna
otra operación aritmética que les serán útiles en el futuro. algo de
geografía y de historia, urbanidad y respeto a Dios, a la patria y al
prójimo. Con esta base, cualquier infante, cuando alcance la adultez, será un
hombre honrado y de provecho para sus congéneres.
Si quiere
aprender más, … ahí están Salamanca o Alcalá de Henares.
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Seb.
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¿No se queda
usted un poco corto?
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Hil.
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No señor. Me
parece que a los chiquillos les agobiamos demasiado en la escuela. ¡Da pena
verlos por la mañana temprano ir cargados como burros con tantos libros,
cuadernos y lápices! ¿Se ha fijado usted en la cara de pena y sufrimiento que
llevan? ¿Se ha preguntado, querido amigo, por qué la mayoría, no quiere ir al
colegio?
Además, si les
enseñaran zarzuela, ¿no habría que enseñarles, ópera, flamenco, teatro o
toros, por ejemplo?
Lo que le digo:
una educación básica, pero firme. Cuando crezcan ya aprenderán, si les
interesa, que una verónica no siempre es una Virgen.
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Seb.
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Muy convencido
le veo.
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Hil.
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¡Pues claro!
Pero hay más. ¡Míreme y escuche bien! ¿No soy yo, y perdone que me señale,
uno de los hombres que más sabe de zarzuela en este valle de lágrimas?
Mejorando lo presente, claro está.
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Seb.
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Nadie lo duda.
¡Si hasta le llaman algunos -y perdone que se lo diga- el EZ!
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Hil.
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¿EZ?
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Seb.
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Sí, señor: el
Espasa de la Zarzuela.
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Hil.
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¡Déjese de
guasas! Lo que recalco es que lo que sé de zarzuela, y no es poco, no me lo
ha enseñado ningún maestrillo de escuela. Lo he aprendido yendo al teatro
viendo representaciones buenas y malas,
leyendo todo lo que había que leer y más, escuchando a los que saben
en tertulias, foros y conferencias.
En esto de la
zarzuela, son un autodidáctico.
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Seb.
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O sea, que
usted es de los que opinan que el arte
de la música o de la zarzuela se disftura solo. Que basta con escuchar los
primeros compases de La verbena o
del Barberillo para que inunde
nuestro cerebro una inmensa sensación de felicidad, que basta con ponerse
delante de un cuadro de Velázquez o de Goya, para que los ojos se nos llenen
de lágrimas de la emoción.
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Hil.
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No, no, don
Sebastián. No me ha entendido usted bien, o no he sabido explicarme. No estoy
en contra de mostrar a los niños y jóvenes los detalles básicos de la
zarzuela, de sus voces, de su historia, de sus autores, de sus cantantes…
Pero no llevarlo a la escuela como una disciplina más. Es, por así decirlo,
como jugar a las cartas: al principiante hay que enseñarle las reglas y la
mecánica del juego, pero no tenemos que convertir a todos los muchachos en
expertos del subastao.
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Seb.
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Vamos, que de
la zarzuela en la escuela, ná de ná.
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Hil.
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¡Usted me dirá!
Tal y como las gastamos por aquí, eso supondría llenar la cabeza de los niños
de nombres y fechas, como hacemos con la literatura, o la pintura o la
historia.
La zarzuela es
algo vivo que hay que ver, escuchar, disfrutar y sentir.
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Seb.
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Entonces,
¿estará usted de acuerdo con las producciones para niños?
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Hil.
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Pues no sé qué
decirle. Tendría que ver los detalle porque no basta con dar dos o tres
representaciones para media docena de colegios, o para que los abuelos pasen
una tarde con los nietos. La enseñanza de la zarzuela requiere un
planteamiento didáctico concienzudo, que muestre sus detalles, pero que no
descubra todos los secretos.
A veces es más
importante insinuar, que enseñar.
No me ponga
usted esa cara; no estoy hablando de señoras.
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