Hil.
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¡Vamos, vamos, Don Sebastián! ¿Todavía sentado?
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Seb.
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Claro, es lo que suelo hacer a estas horas todas las
tardes.
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Hil.
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Pero, ¿es que no va a usted a venir?
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Seb.
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Ir, ¿A dónde?
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Hil.
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¡A la manifestación! ¡ A la protesta!
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Seb.
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¿A qué?
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Hil.
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Pero, ¿qué pasa! ¿No
se ha enterado?
¡
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Seb.
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¿De qué? Dígame lo que sea; está usted empezando a
inquietarme. ¿Qué es lo que ocurre? ¿A qué vienen esos nervios, esa ansiedad?
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Hil.
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¡Ah!. Veo que no se ha enterado. Se lo diré: en el Museo
del Prado alguien ha cometido un crimen.
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Seb.
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¿A quién han matado?
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Hil.
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No, no. No han matado a nadie. Ha sido un crimen
artístico.
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Seb.
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Bueno, bueno. Tranquilícese y dígame los detalles; me
tiene usted como un brasero, en ascuas.
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Hil.
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Pues mire: esta noche pasada, alguien ha modificado el
cuadro de Las Meninas, de don Diego
Velázquez.
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Seb.
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¡Qué me dice!
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Hil.
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Lo que oye. Algún desalmado, nadie sabe cómo, ni con qué
objeto, ha repintado el famoso lienzo.
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Seb.
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¿Qué ha repintado ….?
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Hil.
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¡Sí, señor! ¡Figúrese! Han sustituido el noble y calmoso
mastín por uno de esos pequineses.
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Seb.
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Pero, ¿es posible? No lo habrá soñado usted.
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Hil.
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Nada de sueño; real, como que es de día.
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Seb.
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¡Qué barbaridad! ¡Qué pena! ¡Qué desgracia! ¡Qué sensación
de impotencia! Y, ¿no se sabe nada…?
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Hil.
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Por ahora, no. Bueno sí; parece que cuando los vigilantes
han entrado esta mañana, han
descubierto un papel en el que el bandido pretende justificar lo que ha
hecho.
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Seb.
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¿Un papel, dice usted? Justificando la tropelía …
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Hil.
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Sí, señor. El bandido dice que su idea es actualizar el
cuadro: en estos tiempos, un perrazo
como el que pintó Velázquez no representa a un animal de compañía, un animal
de su tamaño casi no cabe en los minipisos en los que hoy vive la gente;
además, un bicho tan grande come una barbaridad, y con esto de la crisis… Era
necesario modernizar el mensaje del lienzo. Por eso, dice el criminal, ha
pintado un perro que mide poco más de un par de cuartas, al que se le pueden
poner lacitos en la cabeza, y al que le cuadra perfectamente un nombre como
Pocholín, Chuchi o Musqui. Un perro de bolsillo que cuando se le saca de paseo, a los cien
metros hay que cogerlo en brazos, porque el pobre está derrengao.
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Seb.
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¡Ah! Ya comprendo. Y ante tal afrenta, se quiere
protestar.
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Hil.
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Sí, señor. Es lo menos. Se ha preparado una manifestación
espontánea perfectamente organizada. Comenzará en la Plaza de la Cibeles, centro
neurálgico de cualquier manifestación madrileña que se precie, y discurrirá
por el Paseo del Prado, hasta la glorieta del Emperador Carlos V, vulgarmente
conocida como Atocha, donde se disolverá pacíficamente porque nosotros, los
amantes de la cultura y el arte, somos civilizados.
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Seb.
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Y, ¿transcurrirá el paseo reivindicativo en silencio?
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Hil.
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¡Nada de eso!. Haremos oír nuestras voces indignadas;
protestaremos contra el alcalde, el gobierno y hasta la Casa Real. Me han dicho que
está todo preparado: pancartas, banderas, sábanas de la Seguridad Social
con lemas alusivos… ¡Y hasta la letra de las musiquillas “manifestatorias”.
Escuche, escuche usted esto:
No
queremos chucho,
queremos
un perro,
porque
los pequineses
no nos
gustan mucho.
O esta otra. rompedora de verdad:
Queremos un perro
y no una
mascota.
¡Basta
ya, politicastros,
de
tocarnos …
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Seb.
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Bueno, bueno. Modérese, Don Hilarión. Le veo a usted
abducido por la causa.
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Hil.
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Pues claro. Debo hacerlo por defender al arte y por
solidaridad.
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Seb.
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¿Por solidaridad?
¡Explíquese!
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Hil.
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Sí, amigo mío. Cuando yo organice, discretamente, una
protesta parecida contra los que cambian el verso de las zarzuelas por una
prosa “moderna”; contra quienes eliminan el texto original y colocan otro en
su lugar que no viene a cuento; contra los cantantes que “se comen” eliminan
las notas altas, porque no llegan al primer piso; contra esos que visten a
Lamparilla de lagarterana, o dejan en calzoncillos al Huésped del Sevillano
…, espero la solidaridad y el apoyo de los “pintómanos”, o sea amantes de la
pintura.
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Seb.
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Ya le entiendo. Quiere usted decir aquello de “Hoy por ti,
mañana por mí!.
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Hil.
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Más o menos.
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Seb.
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¿Recuerda usted la frase latina Panem et circenses?
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Hil.
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Y eso, ¿a qué viene?
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Seb.
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Escúcheme, Don Hilarión. Usted sabe que le aprecio
muchísimo y no puedo permitir que haga el ridículo. A Las Meninas no le pasa nada; el mastín sigue tranquilote como
siempre.
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Hil.
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¿Entonces?
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Seb.
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Lo que imagina. Lo sé de buena tinta; me lo ha contado el
primo segundo de un hermano de mi
cuñado Torcuato, que es amigo de un vigilante del Prado.
Sí señor, una mentira, una falsedad, un bulo. Han tapado
el lienzo velazqueño y, sirviéndose de una modernísima máquina, han
proyectado una imagen de Las Meninas con
el pequinés en lugar del mastín, el tiempo suficiente para que el somnoliento
empleado la viera.
Ya sabe: hoy las ciencias adelantan …
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Hil.
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O sea que todo es un montaje. ¡Sinvergüenzas! Pero, Don
Sebastián, lo de la zarzuela es cierto; usted y yo lo sabemos.
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Seb.
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Sí lo es, amigo mío, sí lo es. ¿Pero cree usted que eso se
resuelve insultando al Presidente del Consejo, o riéndose de la cojera del
Rey?
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Hil.
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Ya sé que no, pero algo hay que hacer.
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Seb.
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No se lo discuto. Ya lo hablaremos. Ahora tengo que irme a
buscar a don Restituto, el párroco. Necesito confesión y absolución, porque,
contándole lo que le he contado, he faltado a un juramento y me siento
incómodo.
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Hil.
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Le entiendo, le entiendo. ¡Si en lugar de jurar, hubiera
usted prometido…!
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