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lunes, 14 de octubre de 2013

EL PEQUINÉS DE LAS MENINAS



Hil.
¡Vamos, vamos, Don Sebastián! ¿Todavía sentado?

Seb.
Claro, es lo que suelo hacer a estas horas todas las tardes.

Hil.
Pero, ¿es que no va a usted a venir?

Seb.
Ir, ¿A dónde?

Hil.
¡A la manifestación! ¡ A la protesta!

Seb.
¿A qué?

Hil.
Pero, ¿qué pasa! ¿No  se ha enterado?
¡
Seb.
¿De qué? Dígame lo que sea; está usted empezando a inquietarme. ¿Qué es lo que ocurre? ¿A qué vienen esos nervios, esa ansiedad?

Hil.
¡Ah!. Veo que no se ha enterado. Se lo diré: en el Museo del Prado alguien ha cometido un crimen.


Seb.
¿A quién han matado?

Hil.
No, no. No han matado a nadie. Ha sido un crimen artístico.

Seb.
Bueno, bueno. Tranquilícese y dígame los detalles; me tiene usted como un brasero, en ascuas.

Hil.
Pues mire: esta noche pasada, alguien ha modificado el cuadro de Las Meninas, de don Diego Velázquez.

Seb.
¡Qué me dice!

Hil.
Lo que oye. Algún desalmado, nadie sabe cómo, ni con qué objeto, ha repintado el famoso lienzo.

Seb.
¿Qué ha repintado ….?

Hil.
¡Sí, señor! ¡Figúrese! Han sustituido el noble y calmoso mastín por uno de esos pequineses.

Seb.
Pero, ¿es posible? No lo habrá soñado usted.

Hil.
Nada de sueño; real, como que es de día.

Seb.
¡Qué barbaridad! ¡Qué pena! ¡Qué desgracia! ¡Qué sensación de impotencia! Y, ¿no se sabe nada…?

Hil.
Por ahora, no. Bueno sí; parece que cuando los vigilantes han entrado esta mañana,  han descubierto un papel en el que el bandido pretende justificar lo que ha hecho.

Seb.
¿Un papel, dice usted? Justificando la tropelía …

Hil.
Sí, señor. El bandido dice que su idea es actualizar el cuadro: en estos tiempos,  un perrazo como el que pintó Velázquez no representa a un animal de compañía, un animal de su tamaño casi no cabe en los minipisos en los que hoy vive la gente; además, un bicho tan grande come una barbaridad, y con esto de la crisis… Era necesario modernizar el mensaje del lienzo. Por eso, dice el criminal, ha pintado un perro que mide poco más de un par de cuartas, al que se le pueden poner lacitos en la cabeza, y al que le cuadra perfectamente un nombre como Pocholín, Chuchi o Musqui. Un perro de bolsillo que  cuando se le saca de paseo, a los cien metros hay que cogerlo en brazos, porque el pobre está derrengao.

Seb.
¡Ah! Ya comprendo. Y ante tal afrenta, se quiere protestar.

Hil.
Sí, señor. Es lo menos. Se ha preparado una manifestación espontánea perfectamente organizada. Comenzará en la Plaza de la Cibeles, centro neurálgico de cualquier manifestación madrileña que se precie, y discurrirá por el Paseo del Prado, hasta la glorieta del Emperador Carlos V, vulgarmente conocida como Atocha, donde se disolverá pacíficamente porque nosotros, los amantes de la cultura y el arte, somos civilizados.

Seb.
Y, ¿transcurrirá el paseo reivindicativo en silencio?

Hil.
¡Nada de eso!. Haremos oír nuestras voces indignadas; protestaremos contra el alcalde, el gobierno y hasta la Casa Real. Me han dicho que está todo preparado: pancartas, banderas, sábanas de la Seguridad Social con lemas alusivos… ¡Y hasta la letra de las musiquillas “manifestatorias”. Escuche, escuche usted esto:

            No queremos chucho,
            queremos un perro,
            porque los pequineses
            no nos gustan mucho.

O esta otra. rompedora de verdad:

           Queremos un perro
           y no una mascota.
           ¡Basta ya, politicastros,
           de tocarnos …

Seb.
Bueno, bueno. Modérese, Don Hilarión. Le veo a usted abducido por la causa.

Hil.
Pues claro. Debo hacerlo por defender al arte y por solidaridad.

Seb.
¿Por  solidaridad? ¡Explíquese!

Hil.
Sí, amigo mío. Cuando yo organice, discretamente, una protesta parecida contra los que cambian el verso de las zarzuelas por una prosa “moderna”; contra quienes eliminan el texto original y colocan otro en su lugar que no viene a cuento; contra los cantantes que “se comen” eliminan las notas altas, porque no llegan al primer piso; contra esos que visten a Lamparilla de lagarterana, o dejan en calzoncillos al Huésped del Sevillano …, espero la solidaridad y el apoyo de los “pintómanos”, o sea amantes de la pintura.

Seb.
Ya le entiendo. Quiere usted decir aquello de “Hoy por ti, mañana por mí!.

Hil.
Más o menos.

Seb.
¿Recuerda usted la frase latina Panem et circenses?

Hil.
Y eso, ¿a qué viene?

Seb.
Escúcheme, Don Hilarión. Usted sabe que le aprecio muchísimo y no puedo permitir que haga el ridículo. A Las Meninas no le pasa nada; el mastín sigue tranquilote como siempre.

Hil.
¿Entonces?

Seb.
Lo que imagina. Lo sé de buena tinta; me lo ha contado el primo segundo de un  hermano de mi cuñado Torcuato, que es amigo de un vigilante del Prado.

Sí señor, una mentira, una falsedad, un bulo. Han tapado el lienzo velazqueño y, sirviéndose de una modernísima máquina, han proyectado una imagen de Las Meninas con el pequinés en lugar del mastín, el tiempo suficiente para que el somnoliento empleado la viera.

Ya sabe: hoy las ciencias adelantan …

Hil.
O sea que todo es un montaje. ¡Sinvergüenzas! Pero, Don Sebastián, lo de la zarzuela es cierto; usted y yo lo sabemos.

Seb.
Sí lo es, amigo mío, sí lo es. ¿Pero cree usted que eso se resuelve insultando al Presidente del Consejo, o riéndose de la cojera del Rey?

Hil.
Ya sé que no, pero algo hay que hacer.

Seb.
No se lo discuto. Ya lo hablaremos. Ahora tengo que irme a buscar a don Restituto, el párroco. Necesito confesión y absolución, porque, contándole lo que le he contado, he faltado a un juramento y me siento incómodo.

Hil.
Le entiendo, le entiendo. ¡Si en lugar de jurar, hubiera usted prometido…!


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