Pensamientos
de un barbero.
Esta
mañana un comentarista hablaba de los individuos que, en la ceremonia de apertura de la
legislatura, pretendieron (y consiguieron, gracias a la colaboración de los
medios de comunicación, que les dan cobertura) llamar la atención con un
comportamiento ridículo, inadecuado, grosero y fuera de lugar. En un momento de
su disertación, el comentarista se refirió a uno de estos sujetos de manera
despectiva y le llamó “tonto de zarzuela:”
Escuchar
esta frase y ponerme a cavilar fue todo uno. Lo de tonto estaba muy claro, pero
¿lo de zarzuela? ¿A que zarzuela se refería? ¿Al género teatral? ¿Al teatro?
¿Al palacio? Imposible saberlo. Seguramente sería al espectáculo, porque en la
consideración de no pocas gentes, la zarzuela es un género menor, pobre si la
comparan con la excelsa ópera, populachera, vulgar y hasta seborréica, es decir
casposa. Entonces me pregunté: ¿por qué el comentarista utilizó la zarzuela
como vocablo para acentuar el grado de estupidez del sujeto, ente o individuo
al que se refería? No lo sé, pero me sentí molesto, sobre todo porque el
comunicador podía haber recurrido a un buen número de expresiones, igualmente
señaladoras, pero con otros elementos calificativos.
Podía
haberle distinguido como “más tonto que Abundio”, del que se dice que vendió el
coche para comprar gasolina; o que “el sastre del Campillo, que cosía de balde
y, además, ponía el hilo”; o más tonto que “la tonta de Candelario, que ató los
perros con longanizas”; o más tonto que
“el maestro de Ciruela, que no sabía leer y puso escuela”… O que el que asó la
manteca.
Enseguida
me di cuenta de que acababa de cometer el mismo error que el comentarista. Si
me incomodé al escuchar lo de la zarzuela, entendí que las frases anteriores
podían molestar a los de Campillo, de Ciruela o de Candelario, o al
desconocido, aunque popular, Abundio.
Entonces
recordé la inmensa riqueza de nuestro idioma castellano y me dije: el señor de
la radio podía haberse referido al ridículo oportunista llamándole “tonto de
baba”, “tonto del bolo”, “tonto del bote”, “tonto de capirote”, “tonto del
ciruelo”, “tonto del culo”, “tonto del haba”, “tonto del higo”, “tonto de las
narices”, “tonto del pito”, o “tonto de
los cojones”, que aunque se salga del orden alfabético empleado en las estultas
especialidades anteriores, es el más rotundo y expresivo de nuestro
repertorio,. Repertorio que no acaba aquí, porque, recientemente, se están acuñando
a velocidad supersónica calificaciones modernas y tecnológicas como “tonto del
móvil”, o del “esmarfon”, o del sofisticado “aifon”.
Y si el
locutor hubiera querido ser con el sujeto de marras, más condescendiente,
podría haberle llamado tontaina o tontorrón, términos que rebajan, incluso
cariñosamente, la intención del insulto.
En fin,
todo un abanico de posibilidades, variadas, con solera, con historia y
documentadas en nuestra literatura. Y si con este abanico no hubiera
tenido suficiente, le sugiero la lectura
del Libro de los insultos, recopilación
de Don Pancracio Celdrán Gómez, erudito, culto y entretenido, al que me
gustaría ofrecerle un corte de pelo gratis, sólo por disfrutar de su
conversación.
Lamparilla
(Todo esto es consecuencia de que no sólo
de zarzuelerías vive el hombre).
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