Filosofías de barbero.
He visitado la mezquita de
Córdoba y no me duelen prendas haberlo hecho a mi edad. ¡Ganas tenía!, desde
luego. Son muchos años oyendo hablar maravillas de ella, escuchando
descripciones apasionadas de su belleza arquitectónica y hasta leyendo algún
relato más poético y fantástico que histórico. Incluso sabía que en ella se
casa Curro, el bandolero protagonista de Curro
el de Lora, zarzuela poco conocida del compositor granadino Francisco Alonso.
Muchas referencias, pero no había
tenido ocasión de verla por mi mismo, por una razón sencilla, no podía
abandonar mi negocio.
Los autónomos, ya se sabe, somos
esclavos de nuestra actividad laboral porque fígaro que cierra dos o tres días,
bien puede quedarse sin barbería. Este
refrán es nuevo, lo acabo de inventar, pero es tan cierto como los más
antiguos.
He visto la mezquita como un
turista más, como uno de tantos millones
de visitantes que lo han hecho y que lo harán. He admirado sus dimensiones y su
imponente y doble arquería. He paseado, sin rumbo, por sus pasillo
cuadriculados en los que me desorienté, si saber si andaba hacia el norte o
hacia el sur.
He visto mil detalles
curiosos, sorprendentes, impresionantes, rodeado de las voces discretas de
otros visitantes, de las explicaciones de un guía inglés, o italiano, o
francés, contando a sus clientes las peculiaridades, la historia, la
singularidad del monumento.
En medio de la belleza árabe, he
contemplado la impresionante construcción católica, con el gran retablo, los
dos magníficos cuerpos de órgano, la espectacular sillería del coro, la belleza
de las tallas de los púlpitos, la riqueza ornamental de las piezas del tesoro
litúrgico.
Vueltas y más vueltas, de un lado
a otro, adaptando mis ojos a la tranquilizadora penumbra del interior, sólo
violada por los innúmeros relámpagos de los flases de las cámaras fotográficas
que buscan llevarse prestada un poco de la belleza del recinto, o de ser
testigo gráfico de quien luego presumirá de haber estado allí.
Con todo, me ha sorprendido que
la construcción católica y la musulmana no chirrían. Yo, que suelo mostrarme
del todo intransigente cuando una obra de arte es “actualizada” para
“adaptarla” a nuestro tiempo, no he tenido la sensación de que la dos
arquitecturas de la mezquita-catedral choquen. ¿Por qué? No lo sé. Sí puedo
decir que he visto a la gente pasear por una zona con el mismo asombro,
admiración y respeto que por la otra. Yo
mismo he hecho el experimento: me he situado en un punto desde el que mirando a
un lado veía la construcción árabe, mirando al otro, la cristiana. Sólo una
sensación: belleza, armonía, arte, sosiego, tranquilidad, paz. En cualquier
dirección.
Pensando esto he podido dar su
verdadero valor a un hecho fundamental para la historia de la mezquita, que hoy
se cuenta como una anécdota. En el siglo XVI, después de la conquista de
Granada, cuando la mezquita cordobesa
comenzó a ser convertida en catedral cristiana el corregidor de la ciudad, Luis
de la Cerda,
emitió un bando por el que se castigaría con la pena de muerte a quienes “sean
osados de tocar en la dicha obra ni desfacer ni labrar cosa alguna de
ella”. Es decir a todos los que tuvieran
el atrevimiento de destrozar aquella construcción. No todo el mundo estuvo
conforme. Entre los opositores se encontraba el obispo Alonso Manrique que, sin
encomendarse a nadie, decidió excomulgar al corregidor.
El Emperador Carlos fue enterado
del asunto y dio la razón al obispo, basándose en la superioridad de su
jerarquía y, probablemente, en consideraciones político-religiosas. Pero, tras
su boda con su prima Isabel de Portugal, en 1526 en los Reales Alcázares de
Sevilla, pasó por Córdoba y visitó las obras de la nueva catedral. Al ver la
belleza de la mezquita reconoció su error, se arrepintió de la decisión tomada
y la revocó diciendo: “Si yo hubiera sabido lo que era esto, no hubiese
permitido que se llagase a lo antiguo, porque hacéis lo que hay en muchas otras
partes y habéis desfecho lo que es único”.
¡Que visión de futuro! ¡Qué
inteligencia! ¡Qué valor! el de un sencillo corregidor, capaz de levantar la
voz y enfrentarse al poderoso de turno; ¡Qué sentido de la justicia! el del
Emperador. Piénsenlo un momento.
En todas las guerras el vencedor
destruye lo que representa al vencido; las cosas que han escapado a esta
práctica generalizada son mínimas. Muchas, incluso, se han salvado por la ignorancia del triunfador
sobre su auténtico valor. ¿Alguien se imagina lo que tendría la humanidad si
hubiéramos conservado edificios, obras de arte, descubrimientos científicos,
saberes humanísticos, diseños de ingeniería civil? …
Un poco antes de abandonar el
monumento cordobés, me senté en un banco un poco alejado del bullicio general y
vi una mujer rezando ante la capilla católica. Y, como en el fondo soy un
filósofo, me pregunté, mirando hacia el retablo:¿Qué pensará Dios? ¿Sentirá la
oración de esta mujer como una victoria de sus prosélitos sobre los que no
creen en Él?.
No sé por qué giré la cabeza a mi
derecha, pero lo hice. Y ví a un hombre solo, al lado de uno de los arcos
rojiblancos, mirando atentamente a un punto del espacio. Me pareció que era un
moro dirigiendo su vista al Este y musitando una oración. En la mezquita sólo
hay culto católico, pero nadie puede impedir a nadie que se dirija a su dios
desde cualquier parte. Y pensé … ¿Qué pensará Alá? ¿Sentirá esta oración como
un triunfo de los suyos sobre los que considera infieles? O se mirarán los
dioses, sonriendo ligeramente y diciéndose, allá en el infinito: al fin y al
cabo los dos hombres están rezando, que es lo importante. No sé.
Me levanté, tuve que preguntar
por dónde se salía (ya he dicho que, curiosamente, la simetría de los pasillos
me desorientó) y en el camino pensé que entre tanta belleza artística, se
respiraba en aquellos muros una atmósfera de tolerancia.
Lamparilla
(Todo esto es
consecuencia de que no sólo de zarzuelerías vive el hombre).
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