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martes, 4 de junio de 2013

EL CORREGIDOR VISIONARIO Y TOLERANTE



 Filosofías de barbero.

He visitado la mezquita de Córdoba y no me duelen prendas haberlo hecho a mi edad. ¡Ganas tenía!, desde luego. Son muchos años oyendo hablar maravillas de ella, escuchando descripciones apasionadas de su belleza arquitectónica y hasta leyendo algún relato más poético y fantástico que histórico. Incluso sabía que en ella se casa Curro, el bandolero protagonista de Curro el de Lora, zarzuela poco conocida del compositor granadino Francisco Alonso.

Muchas referencias, pero no había tenido ocasión de verla por mi mismo, por una razón sencilla, no podía abandonar mi negocio.

Los autónomos, ya se sabe, somos esclavos de nuestra actividad laboral porque fígaro que cierra dos o tres días, bien puede quedarse sin  barbería. Este refrán es nuevo, lo acabo de inventar, pero es tan cierto como los más antiguos.

He visto la mezquita como un turista más, como uno de tantos  millones de visitantes que lo han hecho y que lo harán. He admirado sus dimensiones y su imponente y doble arquería. He paseado, sin rumbo, por sus pasillo cuadriculados en los que me desorienté, si saber si andaba hacia el norte o hacia el sur.

He visto mil detalles curiosos, sorprendentes, impresionantes, rodeado de las voces discretas de otros visitantes, de las explicaciones de un guía inglés, o italiano, o francés, contando a sus clientes las peculiaridades, la historia, la singularidad del monumento.

En medio de la belleza árabe, he contemplado la impresionante construcción católica, con el gran retablo, los dos magníficos cuerpos de órgano, la espectacular sillería del coro, la belleza de las tallas de los púlpitos, la riqueza ornamental de las piezas del tesoro litúrgico.

Vueltas y más vueltas, de un lado a otro, adaptando mis ojos a la tranquilizadora penumbra del interior, sólo violada por los innúmeros relámpagos de los flases de las cámaras fotográficas que buscan llevarse prestada un poco de la belleza del recinto, o de ser testigo gráfico de quien luego presumirá de haber estado allí.


Con todo, me ha sorprendido que la construcción católica y la musulmana no chirrían. Yo, que suelo mostrarme del todo intransigente cuando una obra de arte es “actualizada” para “adaptarla” a nuestro tiempo, no he tenido la sensación de que la dos arquitecturas de la mezquita-catedral choquen. ¿Por qué? No lo sé. Sí puedo decir que he visto a la gente pasear por una zona con el mismo asombro, admiración y respeto que por  la otra. Yo mismo he hecho el experimento: me he situado en un punto desde el que mirando a un lado veía la construcción árabe, mirando al otro, la cristiana. Sólo una sensación: belleza, armonía, arte, sosiego, tranquilidad, paz. En cualquier dirección.

Pensando esto he podido dar su verdadero valor a un hecho fundamental para la historia de la mezquita, que hoy se cuenta como una anécdota. En el siglo XVI, después de la conquista de Granada,  cuando la mezquita cordobesa comenzó a ser convertida en catedral cristiana el corregidor de la ciudad, Luis de la Cerda, emitió un bando por el que se castigaría con la pena de muerte a quienes “sean osados de tocar en la dicha obra ni desfacer ni labrar cosa alguna de ella”.  Es decir a todos los que tuvieran el atrevimiento de destrozar aquella construcción. No todo el mundo estuvo conforme. Entre los opositores se encontraba el obispo Alonso Manrique que, sin encomendarse a nadie, decidió excomulgar al corregidor.

El Emperador Carlos fue enterado del asunto y dio la razón al obispo, basándose en la superioridad de su jerarquía y, probablemente, en consideraciones político-religiosas. Pero, tras su boda con su prima Isabel de Portugal, en 1526 en los Reales Alcázares de Sevilla, pasó por Córdoba y visitó las obras de la nueva catedral. Al ver la belleza de la mezquita reconoció su error, se arrepintió de la decisión tomada y la revocó diciendo: “Si yo hubiera sabido lo que era esto, no hubiese permitido que se llagase a lo antiguo, porque hacéis lo que hay en muchas otras partes y habéis desfecho lo que es único”.

¡Que visión de futuro! ¡Qué inteligencia! ¡Qué valor! el de un sencillo corregidor, capaz de levantar la voz y enfrentarse al poderoso de turno; ¡Qué sentido de la justicia! el del Emperador. Piénsenlo un momento.

En todas las guerras el vencedor destruye lo que representa al vencido; las cosas que han escapado a esta práctica generalizada son mínimas. Muchas, incluso, se han  salvado por la ignorancia del triunfador sobre su auténtico valor. ¿Alguien se imagina lo que tendría la humanidad si hubiéramos conservado edificios, obras de arte, descubrimientos científicos, saberes humanísticos, diseños de ingeniería civil? …

Un poco antes de abandonar el monumento cordobés, me senté en un banco un poco alejado del bullicio general y vi una mujer rezando ante la capilla católica. Y, como en el fondo soy un filósofo, me pregunté, mirando hacia el retablo:¿Qué pensará Dios? ¿Sentirá la oración de esta mujer como una victoria de sus prosélitos sobre los que no creen en Él?.

No sé por qué giré la cabeza a mi derecha, pero lo hice. Y ví a un hombre solo, al lado de uno de los arcos rojiblancos, mirando atentamente a un punto del espacio. Me pareció que era un moro dirigiendo su vista al Este y musitando una oración. En la mezquita sólo hay culto católico, pero nadie puede impedir a nadie que se dirija a su dios desde cualquier parte. Y pensé … ¿Qué pensará Alá? ¿Sentirá esta oración como un triunfo de los suyos sobre los que considera infieles? O se mirarán los dioses, sonriendo ligeramente y diciéndose, allá en el infinito: al fin y al cabo los dos hombres están rezando, que es lo importante. No sé.

Me levanté, tuve que preguntar por dónde se salía (ya he dicho que, curiosamente, la simetría de los pasillos me desorientó) y en el camino pensé que entre tanta belleza artística, se respiraba en aquellos muros una atmósfera de tolerancia.
 
Lamparilla


(Todo esto es consecuencia de que no sólo de zarzuelerías vive el hombre).

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