Pensamientos de un
barbero.
Entre los investigadores y
estudiosos son muy frecuentes, en realidad obligatorias, las interpretaciones,
las explicaciones, resultan casi obligatorias. Para cada hecho concreto,
necesitamos buscar una justificación previa y, en muchos casos, unas
consecuencias posteriores, aunque a veces no existan ni una ni las otras .
Pueden encontrarse multitud de ejemplos: ¿Por qué un compositor tan sesudo y
circunspecto como don Tomás Bretón, adalid de la instauración de la ópera
nacional, escribió un sainete como La
verbena? ¿Quiso demostrar algo? ¿Fue sólo por casualidad? ¿Necesitaba
dinero? ¿A qué se refería cuando, dijo, momentos antes del estreno: “creo que
me he equivocado”?
En muchos casos, las respuestas a
preguntas de esta naturaleza son meras
especulaciones porque no existe la correspondiente prueba.
Llamamos documento a cualquier
papel con el que pretendemos demostrar algo. Documento es la página de un
diario, o un acta de cualquier tipo, o
la grabación de la palabra y la imagen desde que el ingenio humano ha
permitido conservarlas. Todavía más, la palabra tiene más valor documental que
cualquier escrito, porque a ella van unidos detalles que la complementan y
reafirman: la entonación, la velocidad y la intensidad con que se pronuncia… y
si consideramos la imagen, disponemos de la posibilidad de ver la expresión y
gestualidad con que se habla. Es curioso que la Real Academia no incluya la
palabra ni la imagen en la definición de documento, pero nosotros sí debemos
hacerlo, como es obvio. Insisto en considerar documento a cualquier cosa que
permita probar algo, porque todo lo que hace el hombre tiene su origen y su
justificación. Aunque pensando en el documento con esta universalidad hemos de
admitir que, a pesar de su carácter permanente, inmutable, no garantiza la
verdad de lo que se dice.
En un documento `puede haber
errores, que no llegan a corregirse, lo que supone, por desgracia, su
permanencia (todo aquel que reproduce el documento, mantiene el error y lo
difunde); ausencia de datos que en su momento no parecían destacables, pero hoy
resultarían de gran importancia. Por supuesto, estos errores o ausencias pueden
ser accidentales, o cometidos con intenciones concretas. Hay, incluso,
documentos falsificados.
Ahora viene lo bueno. Con ser el
documento en sí una pieza fundamental para el entorno a que nos referimos, hay
que manejarlo. Y manejarlo significa varias cosas. En primer lugar,
contrastarlo, cotejarlo con otros datos o informaciones que garanticen su
veracidad.
Para los investigadores, la mejor
forma de probar algo es disponer de un documento, generalmente escrito. Aquí
podría recordarse la frase latina verba
volant, scripta manent, frase que viene a significar: las palabras vuelan,
lo escrito permanece. Durante siglos se ha dado a estas cuatro palabras un
significado más allá del que realmente tienen, pretendiendo una supremacía
absoluta de lo escrito sobre lo vocal. Hoy esta supremacía no se mantiene; no
olvidamos el valor documental de eso que damos en llamar “tradición oral”, ni
la validez de la imagen (¿recuerdan aquello de que una imagen vale más que mil
palabras?). Sobre este tema también hay mucha tela que cortar; sólo recordaré
que algún documento se valida por sí mismo, pero otros necesitan ser
contrastados.
La siguiente etapa en el manejo
de un documento es la más difícil: su interpretación. Y ahí es donde aparecen
los mayores problemas, porque hay gentes que desean tanto las cosas, que
siempre las ven como ellos quieren. No falta quien, con intención o sin ella,
interpreta un dato conforme a sus preferencia, simpatías o gustos.
Es fundamental manejar los
documentos con extremo cuidado porque una cosa es el dato y otra su
interpretación. Lo curioso del caso es que uno y otro se sustentan en un mismo
soporte: el documento que, como tal, tiene una característica propia y
exclusiva: su permanencia en el tiempo.
Lamparilla
(Todo esto es
consecuencia de que no sólo de zarzuelerías vive el hombre).
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