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viernes, 20 de septiembre de 2013

LOS DESCUENTOS





Seb.
Buenos días, don Hilarión.

Hil.
Buenos días, don Sebastián.

Seb.
Perdone, amigo mío, ¿Puedo hacerle una pregunta personal?

Hil.
¡Por Dios, don Sebastián! ¡Faltaría! Pregunte lo que quiera, que le responderé lo que convenga, porque, ya se sabe, la pregunta es única, pero las contestaciones infinitas.

Seb.
Eso ocurre cuando el interrogante no está bien planteado, de lo contrario, o sea si la inquisitoria  es certera, la respuesta sólo puede ser una. Harina de otro costal es que el interrogado no quiera responder ni dar cuartos al pregonero.

Hil.
Bueno, bueno. Si le parece podemos arrinconar esas disquisiciones intelectuales sobre la naturaleza intrínseca y funcional del binomio existencial pregunta-respuesta, aunque no crea, el tema … tiene su enjundia.

Pero, dígame, ¿cuál es la interpelación?

Seb.
¿Tiene usted más de 65 años?


Hil.
¡Vaya cuestión! ¿Más de 65 años? A la vista está que no. Mire mi fachenda, mis hechuras. Tengo la piel de las manos tersa, el cutis sin arrugas, los músculos abdominales tensos… Hablo con soltura, pienso con claridad, como y bebo con moderación, pero sin restricciones, todavía pongo nerviosa a alguna dama cuando la miro, despacito, de arriba abajo, cariñosamente, y sólo visito al médico porque somos parientes profesionales.

No, amigo mío, no. No tengo 65 años, ¿por qué lo pregunta?

Seb.
Porque, independientemente de su forma física exterior, de superar esa cifra clave, aunque fuera en un solo día, podría beneficiarse de un buen descuento en las entradas para el Teatro de la Zarzuela y otros varios locales.

Hil.
¡Ah! Pero la Zarzuela hace descuentos.

Seb.
Pues claro, y varios. tome nota:
Día del espectador, 50 por ciento, es decir la mitad.
Abonos, 20 por ciento, o sea la quinta parte.
Mayores de 65 años, 30 o 40 por ciento adicional
Menores de 30 años, 10 o 15 por ciento adicional
Familia numerosa, 10 o 50 por ciento
Grupos, 50 por ciento.

Hil.
¡Qué barbaridad! Y, dígame, don Sebastián, ¿no hay también algún descuento para personas sin empleo, huérfanos, jóvenes descarriadas, hijos de viuda, novias despechadas, militares sin graduación, damas menesterosas o voluntarios de la Cruz Roja?

Seb.
¡Don Hilarión! Advierto una miaja de ironía y regodeo en sus palabras. ¿Es que, por un casual, no le parece a usted bien eso de los descuentos?

Hil.
¡Pues claro que no! Me parece inoportuno. Y, lo que es peor, injusto.

Mire usted. Imagine un señor mayor, solo en la vida, soltero o viudo, que cobre una pensión de 3.000 duros; si tiene más de 65 otoños puede hacerse acreedor al descuento. Piense en otro individuo: un señor de 40 o 50 años, casado, dos hijos, un sueldo de mil o mil doscientos cochinos duros, el piso a medio pagar, el coche a crédito, los niños gastando dinero como si fueran retoños de banquero, cuatro a la mesa y la suegra algún fin de semana… en fin, un panorama… pues bien, a ese no le descuentan nada. ¡Tiene que pagar la entrada entera! ¡Claro que un individuo así no estará para zarzuelas, ¡con el teatro que tiene en casa!...

¿Descuentos para familias numerosas? Mire usted. Yo tengo 8 tíos y 14 sobrinos, ¿le parecen a usted pocos?. Pues para eso de los descuentos no somos “numerosos”.

Lo de los grupos es casi peor, si se juntan los vecinos de un barrio de postín y van juntitos, ¿son un grupo?  A lo peor son una “panda”.

No, don Sebastián, no. Esto de los descuentos indiscriminados no me parece bien. Hay que ayudar sólo al que verdaderamente lo necesita, tenga los años que tenga.

Seb.
Pero, don Hilarión, esto de los descuentos es una práctica comercial muy frecuente. Todo el mundo lo hace: establecimientos de ropa, de comida, de cosas para el hogar…

Hil.
Todos no, querido amigo. Nosotros no. ¿Me ve usted a mí poniendo rebajas en la botica? ¿Ve usted en mi escaparate un cartel que diga?: “Llévese dos cataplasmas y, de regalo, un parche poroso”. ¿Se imagina usted la farmacia  proclamando el primer martes de més como el Día de la Aspirina?



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