Hil.
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¿Qué tal andamos, don Sebastián? ¿Ha descansado usted?
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Seb.
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Muy bien, amigo mío. Como se dice ahora, he desconectado
totalmente. Sólo descanso, buenos alimentos, los refrescos que pida el
cuerpo, tranquilidad y contemplación del paisaje, incluida la orografía
femenina, que sabe usted que me interesa.
Pero, ni periódicos, ni tertulia, ni quebraderos de
cabeza. No me he enterado de nada de lo que haya podido pasarle al mundo.
Bueno, sólo me ha llegado el rumor de que, en mi ausencia,
ha habido un escándalo en el teatro.
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Hil.
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Sí, señor. Un gran escándalo.
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Seb.
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El estreno de una obra desconocida.
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Hil.
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Cierto, muy cierto. Desconocida y huérfana total de
padres, hijos, hermanos y demás familia.
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Seb.
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Un acontecimiento, me han dicho.
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Hil.
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Un acontecimiento. Es verdad. ¡Un suceso!
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Seb.
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¡A estas alturas! La vida no deja de sorprendernos.
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Hil.
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Pues podía estarse quieta.
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Seb.
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¿Cómo dice?
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Hil.
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Nada. Que sí, que en cualquier insospechado paraje brinca
el mamífero lepórido femenino, o sea, que donde menos se piensa, salta la
liebre.
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Seb.
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Y el salto, ¿ha sido grande?
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Hil.
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¡De pértiga!
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Seb.
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Me ha dicho un pajarito, que estuvo usted en el estreno.
¿Qué tal la obra?
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Hil.
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Mala, muy mala, rematadamente mala. Decepcionante,
vergonzosa.
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Seb.
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Pero, ¿de verdad es tan mala?
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Hil.
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Peor. Mire, pregúnteme usted sobre ella y le desmenuzo el
pormenor. Y si los ingredientes son pobres, ¿cómo cree usted, amigo mío, que
será el guiso?
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Seb.
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Bien, acepto el juego. ¿Cuál es el argumento, la trama, el
intríngulis, el asunto, el meollo, el tejemaneje, el negocio?
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Hil.
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¡Alto, alto! Le sobran a usted seudónimos y adjetivos, porque
la historia es sosita, insulsa, insípida. Se trata de un triángulo amoroso
blandengue, como los relojes flácidos de ese pintor de los bigotes. Para
contraste, la pareja cómica, es de lo más “original”: la suegra y la cuñada
de él. Se puede usted imaginar: señora mayor gorda, siempre en jarras, como
si estuviera sosteniéndose el refajo, con cara de carabinero; su hija,
totalmente geométrica, u sea se, obtusa.
Para completar el cuadro, el conjunto de siempre de
lagarteranas manchegas en el primer
acto, y los joteros de rigor en el final del segundo. Tienen ya los trajes
más amortizados que las acciones de Riotinto.
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Seb.
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¿Y la música?
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Hil.
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Como un río.
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Seb.
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¿Desbordante?
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Hil.
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No. Corriente.
Lo habitual: pasacalles, mazurcas y la gran jota final,
claro está. Los dúos y romanzas tan simple y previsibles, que me parecía
haberlos oído desde siempre. ¡Quien sabe! Quizá en algún examen de conservatorio.
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Seb.
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¿Y el libro?
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Hil.
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¿El libro? ¡Ah, el libro! No sé si han llegado a
imprimirlo, porque para juntar unos ripiosos versos y una prosa lánguida y
floja, no merece la pena gastar engrudo.
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Seb.
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¿Los chistes?
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Hil.
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Como las obras de Cervantes
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Seb.
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¿Grandiosos?
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Hil.
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No. De dominio público.
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Seb.
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Vaya. Casi no me atrevo a seguir preguntando. ¿Los
cantantes?
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Hil.
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¡De otro mundo!
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Seb.
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¡Menos mal!
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Hil.
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No se precipite. ¡Del inframundo! ¡Del infierno! Ella, en
lugar de gogoritos hacía gárgaras y él ha soltado más gallos que los que hay
en el Corral de la Morería.
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Seb.
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Pero, don Hilarión, que en el Corral de la Morería se
canta flamenco. No sé si la comparación …
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Hil.
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Sí, ya, ya. ¡Pero es corral! ¿no?
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Seb.
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¿Y la orquesta?
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Hil.
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Como usted es comerciante en telas, a cualquier trapo
llama camisa. ¿La orquesta? ¡Cuatro rascatripas y tres becarios sin
emolumentos!
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Seb.
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Vamos, que una mala tarde.
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Hil.
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¿Mala, dice? ¡Pésima! Un revulsivo, un desastre, una
tormenta, un cataclismo. ¡El Fin del Mundo!
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Seb.
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¿Y el público? ¿Qué ha dicho el público?
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Hil.
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De todo, como en botica, y perdone que hable de lo mío.
Bronca, como las Ventas, monumental;
la colección más completa de tacos, insultos, palabras malsonantes y
vulgaridades que puedan escucharse. ¡Y mire que tenemos de esto en nuestro
idioma!
Silbidos, pateos, bastonazos en el suelo … Un escándalo
mayúsculo, superlativo y pluscuamperfecto.
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Seb.
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Entonces, ¿suspenso por unanimidad?
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Hil.
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Unanimidad, lo que se dice unanimidad, no del todo. Hubo
algún aplauso: los familiares y amigos de los autores; algún crítico
agradecido, sordo o insensible al viento, de los que no saben por dónde les
da el aire; invitados de los intérpretes y de la empresa, los novios de las
coristas … personas de lo más expertas y objetivas, como puede usted
imaginar.
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Seb.
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Pero, bueno, ¿quién ha escrito el libro?
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Hil.
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No se sabe.
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Seb.
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¿Y la música?
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Hil.
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Secreto.
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Seb.
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¿Y la puesta en
escena, los decorados?
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Hil.
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Los de la zarzuela anterior. Por lo visto, dijo el
empresario que como el amor puede surgir en cualquier parte …
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Seb.
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¿No me diga usted que tampoco se conoce quienes eran los
cantantes y el director?
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Hil.
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Se lo digo.
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Seb.
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¿Cómo es posible?
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Hil.
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Muy sencillo. La publicidad. Los anuncios decían: “Para no condicionar al respetable público
y que acuda al teatro sin predisposición alguna, los autores y los
intérpretes han decidido mantener rigurosamente el anonimato. De esa manera
el público podrá apreciar la singularidad de esta zarzuela, sin influencias
externas”.
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Seb.
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¿Y eso ha estado en cartel casi un mes?
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Hil.
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Si, amigo mío, sí ¡A sesión doble!
La estupidez humana es infinita. Se lo recuerdo otra vez:
¡llenos diarios!
El escándalo corrió por Madrid como la pólvora. Unos se
indignaban, otros se reían, alguno se alegraba, pero todos decidieron que
había que ir al teatro, que era necesario comprobar en persona si las cosas
eran como se decía.
El teatro hasta la bandera y a punto de salir ardiendo.
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Seb.
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Por las broncas, claro.
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Hil.
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No, señor. Porque,
de tanto frotárselas, salía humo de las manos del empresario.
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Seb.
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O sea, una obra de éxito y totalmente desconocida.
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Hil.
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¿Desconocida? ¡Inédita! ¡Si está todo por hacer!
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Seb.
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Pero tiene que haber una explicación lógica, clara y
sensata para todo esto.
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Hil.
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Para mí que sí, don Sebastián. Los calores de la canícula
madrileña son muy traicioneros y seguro que enguachinan los líquidos del
cerebelo.
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Seb.
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¡Será eso!
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