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jueves, 20 de febrero de 2014

GALGOS O PODENCOS



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Seb.
¿Qué tal, Don Hilarión?

Hil.
Pues, como siempre. Dispuesto a departir un ratito con usted sobre algún aspecto de nuestra querida zarzuela.

Seb.
Estupendo, porque me gustaría tocar el tema de los géneros.

Hil.
¿Y eso?

Seb.
Verá usted. El otro día escuché cierta opinión a propósito de Curro Vargas.

Hil.
Importante obra, sí señor.

Seb.
Además de otros detalles, en cierto momento la cosa se planteó sobre si era ópera o zarzuela. Se dijo que, como tiene diálogos hablados – además en verso –, era zarzuela, pero como es obra trágica, densa, larga, compleja y difícil para los cantantes, mejor le cuadraba lo de ópera.

Hil.
¿Y cómo se resolvió el dilema?


Seb.
Pues en tablas. Se dijo que era un “drama lírico”, como lo definieron sus autores, y hubo quien sentenció que Curro Vargas era … Curro Vargas, pero …

Hil.
Pero ná. Mire usted, Don Sebastián. A este tema le ha dedicado mi modesta persona algunas horas, incluso noches en vela. Hasta pudiera decirse que me ha robado el descanso y la tranquilidad.

Seb.
¿Tan seria es la cosa?

Hil.
¡Hombre, le diré! Es algo importantísimo, casi, casi, de trascendencia nacional. Para que se haga usted una idea, algo así como el vino de Asunción, que ni es blanco, ni es tinto … Es decir, en otros vocablos muy zarzueleros: ni chicha, ni limoná.

Seb.
Me deja usted perplejo. ¿Entonces? ¿Quiere usted decir …?

Hil.
Que es una discusión bizantina; es como discutir sobre el sexo de los ángeles, o si un político de izquierdas es más perjudicial que uno de derechas.

Seb.
Vamos, que a usted, en realidad, no le parece relevante.

Hil.
Exacto. Verá, don Sebastián. Cuando se saca este tema, que es como el astro que nos alumbra y calienta, o sea que sale todos los días, lo que subyace en el fondo de la intencionalidad de los contertulios o discutientes, es el intento subrepticio o malicioso, de concluir que la ópera es mejor que la zarzuela. Y, por lo tanto, a esa obra a la que se refería usted sería mejor llamarla lo primero que lo segundo.

Seb.
¿Usted cree…?

Hil.
A piés juntillas. Alguien ha sembrado en los surcos más profundos del intelecto de nuestro cuerpo social, la idea de que la ópera es más que la zarzuela. Y, claro, como el agro de nuestros congéneres está predispuesto para recibir la semilla extraña, con más interés que la propia … Pues ahí lo tiene. Y, mire usted, ópera y zarzuela son magnitudes no confrontables.

Seb.
O sea, que para usted, tal comparación es un sinsentido.
 
Hil.
No ha lugar, como dicen los jurídicos. Siga usted conmigo el razonamiento empírico que voy a proponerle: imaginemos, por un momento, que tal ópera es mejor que tal zarzuela. ¿Estamos?

Seb.
Situados y atentos.

Hil.
¿Añade algo a la susodicha ópera tal preponderancia? ¿Va a bajar la sufrida zarzuela, algún peldaño en el escalafón de la consideración estética del respetable?

Si extrapolamos comparaciones como ésta a la metafísica consuetudinaria, podemos llegar a plantearnos la siguiente pregunta existencial: ¿qué es mejor: una morena o una rubia?

Seb.
Hombre, sobre esto último, no se me ocurre arbitrio alguno.

Hil.
¿Y si por buscarle tres puntos de apoyo al felino, introdujera en la ecuación a las pelirrojas?

Mire usted, amigo mío, esto de los géneros es como la vida misma: cada uno es hijo de su padre y de su madre, pero todos, vástagos del Padre Eterno.

Seb.
Pero, hay diferencias, ¿no es así?

Hil.
¡Claro que las hay! ¡Y grandes!

Lo más destacado es que en la zarzuela, además de cantar, hay que hablar –mejor dicho, declamar –. Y hasta recitar, que es otra cosa. En la ópera no.

Hay más diferencias, claro está. La zarzuela siempre ha sido y es un espectáculo más cercano al pueblo que la ópera. Y, por si fuera poco, la ópera siempre ha recibido, y recibe, del erario mucho más dinero que la zarzuela.

¿Diferencias? ¡Muchas! anote, por ejemplo, esta otra: en los último años, nuestro estado ha encargado alguna ópera a compositores españoles. ¿Y zarzuelas?

Seb.
Pero, Don Hilarión, no me negará usted que nos pasamos la vida comparando cosas: este automóvil es mejor que aquél; aquí se come mejor que allí; aquella señora tiene más … en fin …

Hil.
Claro que no hacemos otra cosa que comparar en este valle de secreciones oculares. Es normal ¡Y bueno!. Comparar, competir … son palabras que si no tienen la misma raíz originaria, se han plantado en el mismo huerto.

Seb.
Entonces, ¿no se está usted contradiciendo?

Hil.
No, no. Aunque el vulgo diga que las comparaciones son odiosas, se equivoca. Son necesarias, consustanciales a la naturaleza humana de los hombres; importantes para la evolución de la especie y su desarrollo. Pero, claro, sólo deberían compararse cosas asemejables. ¿Qué es mejor, La traviata o La verbena de la Paloma¸ La revoltosa o La bohème?

Ya va siendo hora, creo yo, de ir arrinconando estos tópicos que a nada conducen. Lo importante para la liebre de la lírica no es averiguar si la persiguen galgos, podencos o lebreles. Son perros, y como la liebre no corra ….

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